jueves, 10 de mayo de 2018

Literatura como crítica social

La última huelga de los basureros - de Bernardo Kordon

(Todos los cuentos, Ediciones Corregidor, Buenos Aires, 1975.)


El hecho se produjo en la mañana del 22 de diciembre. El camión Dodge unidad Nº 207 de la Dirección General de Limpieza se encontraba en plena labor por la calle Arenales. Su equipo de cuatro peones se distribuía a razón de dos hombres por acera. El vehículo estaba detenido en el centro de la calzada y este detalle provocó la protesta de Isidoro Camuso, industrial de 45 años, que conducía su Valiant chapa 597.905 de la ciudad de Buenos Aires. 

Isidoro Camuso hizo sonar repetidas veces la bocina para exigir que el camión le cediera el paso. Su conductor asomó la cabeza por la cabina y echó una mirada distraída al irritado automovilista, sin mover una sola pulgada su pesado vehículo. Justamente en ese instante los recolectores transportaban los enormes tachos pertenecientes a los edificios señalados por los números 1856, 1858, 1845 y 1849 de la calle Arenales, que no cuentan con sistemas de incineración de residuos. Si hemos señalado que el conductor detuvo el camión en medio de la calzada, obstruyendo el paso al tráfico y se mostró impasible a los requerimientos del automovilista demorado, debemos por otra parte considerar algunas normas de principios laborales. En medio de la calzada el camión se mantiene a igual distancia de los peones que trabajan en cada acera, detalle de importancia cuando se considera que los tachos de basura son tan pesados como molestos de cargar. Por supuesto, nunca un conductor de camión recolector de basura explica ésta u otras razones a los automovilistas impacientes, limitándose a echarles indiferentes miradas desde una cabina que los eleva unos cuatro metros del suelo. Y no por habitual esta conducta dejó de irritar a Isidoro Camuso. A los toques de bocina agregó varios improperios y puso en marcha su automóvil, resuelto a todo. 

Al finalizar el año aumentan la temperatura ambiente y la tensión nerviosa en Buenos Aires. Esto se produce en todos los niveles y en cada individuo. Los peones de limpieza aún no habían recibido el aguinaldo y corría el rumor sindical de que la administración ni siquiera contemplaba la posibilidad de pagárselo ese año. En cuanto al industrial Camuso, proyectaba entrevistarse ese mismo día con varias entidades bancarias para solicitar los créditos que le permitieran pagar los aguinaldos de los obreros que amenazaban ocupar su fábrica. Dominado por tales preocupaciones, probó una maniobra desesperada. Giró al máximo el volante, subió el cordón de la vereda con las dos ruedas laterales y de este modo logró pasar al lado del camión detenido. Pero antes de proseguir la marcha, el industrial Camuso no resistió a la tentación de cantarle algunas verdades al camionero. Asomó la cabeza por la ventanilla y gritó: –¡Basuras! ¡Tendrían que ir adentro del camión! El hombre de la cabina no tenía tiempo de reaccionar ni podía perseguirlo con su pesado camión. Todo estaba bien calculado por el irritado automovilista. Lástima que en ese instante apareció un peón que cargaba un tacho de basura sobre la cabeza. Con un leve y preciso movimiento de brazos, igual al de un basquetbolista, introdujo el repleto recipiente en el Valiant a través del ventanal trasero. 

Isidoro Camuso sintió el estrépito del vidrio y de inmediato pensó: lo paga el seguro. Pero al girar la cabeza comprobó algo que escapaba a toda posibilidad de indemnización. El honor no tiene precio y el industrial se vio vejado en el símbolo de su prestigio social. Un tacho de basura desparramado en el flamante tapizado. El hedor de humillación y muerte llenó su coche y le desgarró el corazón. Detuvo el motor y saltó del coche para encarar al culpable. Éste era un hombre joven e impresionantemente musculoso El industrial no se dejó intimidar por este detalle. Lo haría arrestar. Iba a enseñarle a ese animal. Aunque le costara la mañana entera o todo el día. Pero el tipo que le arrojó el tacho de basura se mostró increíblemente astuto. 
Agrandó los ojos con gestos de inocencia y abrió los brazos para deplorar: 
–Perdone, don. Se resbaló el tacho. ¡Qué macana! –Llamó a sus compañeros: 
–¡Vengan muchachos, que aquí pasó un accidente! –Camuso se vio rodeado de cuatro gigantes con ojos resueltos y bocas sarcásticas. Sintió tanto pavor como odio. Volvió a meterse en su coche, pero las carcajadas de esos hombres fueron tan insoportables como si le inyectaran un ácido en el cerebro. Retiró el revólver de la guantera y nuevamente salió del coche para encarar a los peones. Disparó al que le había tirado el tacho. Lo vio caer como si resbalara en el suelo y después nada más. Isidoro Camuso fue derribado y pisoteado. Le machacaron la cabeza con un tacho de basura. Después subieron al joven herido en la cabina y arrojaron el cuerpo de Camuso en la caja trasera. El conductor hizo funcionar la paleta prensadora y el camión basurero engulló al industrial Camuso. 

La policía fue alertada. Un radio patrulla desembocó a toda velocidad por la avenida Belgrano y persiguió al camión basurero que huía hacia el sur por la calle Combate de los Pozos. A la altura de la avenida Independencia los policías lograron adelantarse al camión. En el cruce de la avenida San Juan el auto patrullero se atravesó para cortarle el paso, pero el camión ni siquiera aminoró su velocidad. Los testigos declararon que, en vez de frenar, el Dodge aceleró para embestir con mayor fuerza al coche policial. De sus planchas retorcidas se retiraron tres cadáveres y un herido grave. El camión siguió corriendo rumbo al sur, y otros patrulleros fueron lanzados en su persecución. Dos coches policiales lograron alcanzar el camión en fuga y abrieron fuego con pistolas y metralletas. Se produjeron cuatro muertos (entre los transeúntes), pero protegido por su estructura de acero el camión prosiguió su carrera. Se extendió entonces el rumor que por razones políticas y sindicales había orden de detener o balear a todos los basureros. Inmediatamente la noticia fue divulgada por una radio uruguaya y todos los camiones recolectores de basura que se encontraban en las calles de Buenos Aires se dirigieron apresuradamente hacia los basurales del sur. Veinte, cincuenta, trescientos camiones basureros llegaron de toda la ciudad. Llenando el ancho de la avenida Alcorta se hicieron fuertes en el estadio del Club Huracán, en los basurales vecinos y alrededor del gasómetro que eleva su mole sombría en el barrio Patricios. Ya los patrulleros no se animaron a acercarse a los camioneros, que se mantenían en formación de combate, con los motores en marcha y dispuestos a embestir con sus poderosos blindajes, mientras una reunión de delegados obreros de la Dirección General de Limpieza declaraba que el gremio fue injustamente baleado, primero por un oligarca y después por la policía, resolviendo en consecuencia la huelga por tiempo indeterminado. Reunidas a su vez las autoridades municipales, se escuchó al Intendente. Guiñando el ojo en dirección a los representantes de la prensa aseguró que lo más inteligente es dejar pasar estos días de fiesta y mientras tanto “que se pudra la huelga”. 

Transcurrieron los días de año nuevo, que como es sabido en Buenos Aires se festejan comiendo a rajacincha. En todas las esquinas se levantaron montículos con las sobras de las fiestas. Se ordenó encenderles fuego, pero resultaron fogatas fallidas, que en vez de arder arrojaron un espeso humo rastrero que apestó peor que los residuos. Revelose así la calidad indestructible de la basura de Buenos Aires, como también su curiosa propiedad de aumentar en proporción geométrica. Entonces las alarmadas autoridades municipales corrieron a consultar a las Fuerzas Armadas. El ejército se negó a recoger la basura por estimar que eso era labor exclusiva de los civiles. Además, era del conocimiento público que se preparaba un golpe militar para los próximos meses: no era pues el momento indicado para adelantarse a sacar las tropas a la calle y menos en una tarea tan fatigosa como denigrante. Invitado a bombardear el reducto de basureros facciosos, el Comandante de las Fuerzas Aéreas hizo saber que la espesa humareda que cubría la ciudad imposibilitaba cualquier acción por el aire. En cuanto a los señores oficiales de la Marina de Guerra se encontraban de vacaciones en distintos balnearios y estancias del país. 

A falta de fuerzas, las autoridades se vieron obligadas a recurrir a las leyes. Un decreto prohibió arrojar la basura en la puerta de calle, bajo pena de cárcel no redimible por multa. Pocas ocasiones hubo de aplicar esa ley, pues nadie arrojaba la basura frente a su casa, prefiriéndose siempre la puerta del vecino. La promulgación de medidas más rigurosas apenas si provocó una insólita consecuencia comercial: en pocos días se agotaron en los negocios los papeles floreados y las cintas de colores y demás artículos que sirven para envolver regalos. Todo el mundo salía de sus casas con cara de fiesta, cargando paquetes coquetos y canastillos primorosos. Invariablemente el contenido era el mismo: basura (enviada anónimamente o con nombres supuestos a amigos o familiares). En verdad nadie se quedaba con su propia basura, en cambio todos chapaleaban en la basura ajena. Ocurrió pues al revés de lo calculado por el Intendente: no fue la huelga sino la ciudad entera la que comenzó a podrirse. Resolviose entonces enviar a un funcionario a parlamentar con los basureros en huelga. A su vuelta aportó noticias nada tranquilizadoras. Los basureros ya no se consideraban tales. La zona ocupada por los huelguistas relucía de pura limpieza. En vez de ser como antes un basural en medio de la ciudad era una zona aséptica en medio del inmenso basural. Eran tantos los peones de limpieza congregados en ese sector, que la consciente aplicación de su profesión apenas les demandaba una hora al día. El resto del tiempo lo ocupaban en reflexionar. 

–¿Quiere decir que ya se encuentran camino del arrepentimiento? –se ilusionó el intendente. 
–No lo parecen –respondió apenado el delegado. 
–¿Informó a los huelguistas sobre el estado de la ciudad? 
–Se mostraron poco sorprendidos. Dicen que ya habían observado en su trabajo que cada día la basura producía más basura, demasiada basura, y solamente basura. Ahora se niegan a recogerla. Dicen que ya es demasiado tarde. 
–Nous sommees foutues –exclamó el Secretario de Cultura, y luego de adjudicarse el Gran Premio de Poesía desapareció del Palacio, sumando a tantos males el desamparo espiritual de la comuna. 

Después de tanta acumulación las montañas de residuos comenzaron a desmoronarse. Avanzaron por las calles como un aluvión, convirtiendo en basura todo aquello que atrapaban en su marcha, así fuese monumento, semáforo, transeúnte, inspector o cualquier otro objeto municipal. Los pobladores de Buenos Aires prefirieron no salir de sus casas, y si bien esto mereció largas y laudatorias editoriales sobre la recuperación de las sanas tradiciones hogareñas, la verdad es que desde entonces la basura comenzó a crecer tanto en los interiores como en las calles. Ambas corrientes se unían en puertas y ventanas con un siniestro sonido de deglución. Este beso de la basura anticipaba nuevos y crecientes ciclos de reproducción. Se prohibió la impresión de diarios y revistas, por entenderse que el papel impreso constituye siempre la parte más abultada de la basura, sin contar que como ya hemos visto servía de envoltorio y disimulo para el contrabando de residuos. Esta restricción a la libertad de prensa produjo una conmoción internacional y los telegramas de protestas del S.I.P. significaron toneladas de papeles que casi cubrieron el Palacio Municipal. 

Fue cuando apareció ese viejo apenas cubierto con una sábana andrajosa. El vagabundo o profeta se empinó en lo alto de esa humeante montaña de basura y señaló hacia el oeste. Nunca se supo lo que dijo (en caso de haber dicho algo), pero entonces se formó una larga fila de retirantes que abandonaban la ciudad. Los encumbrados funcionarios que en señal de protesta se quemaron vivos (a la usanza de los bonzos vietnamitas) no lograron otra cosa que enriquecer con sus cadáveres la variedad de residuos y hedores, pero sin lograr detener con tales gestos el éxodo de los contribuyentes municipales. 

Cuando en las afueras de la ciudad la caravana desfilaba frente a las torres radiotelefónicas, escucharon la última información oficial: “En plena etapa de recuperación económica, la población de la capital se ha lanzado alegremente en viaje de merecidas vacaciones...” –La voz del locutor se quebró y finalmente se produjo un penoso silencio en el instante que la basura cubrió totalmente las torres de transmisión. Mareas viscosas confluían para volver a unirse en la vuelta redonda de la serpiente que se devora a sí misma. Sin comienzo ni fin brotaba la materia fundamental de la galaxia y el colibrí: trémula fuerza fosforescente sin pesantez engulló a la caravana de fugitivos y fue borrando el recuerdo de la ciudad. Y una llanura pura y desolada –tal como la soñaron los basureros en huelga– quedó a la espera de una nueva fundación de Buenos Aires.

martes, 17 de abril de 2018

Literatura y contexto histórico

Infierno grande, de Guillermo Martínez

Muchas veces, cuando el almacén está vacío y sólo se escucha el zumbido de las moscas, me acuerdo del mucha­cho aquel que nunca supimos cómo se llamaba y que nadie en el pueblo volvió a mencionar.  Por alguna razón que no alcanzo a explicar lo imagino siempre como la primera vez que lo vimos, con la ropa pol­vorienta, la barba crecida y, sobre todo, con aquella mele­na larga y desprolija que le caía casi hasta los ojos. Era recién el principio de la primavera y por eso, cuando entró al almacén, yo supuse que sería un mochilero de paso al sur. Compró latas de conserva y yerba, o café; mientras le ha­cía la cuenta se miró en el reflejo de la vidriera, se apartó el pelo de la frente, y me preguntó por una peluquería.
  Dos peluquerías había entonces en Puente Viejo; pien­so ahora que si hubiera ido a lo del viejo Melchor quizá nunca se hubiera encontrado con la Francesa y nadie ha­bría murmurado. Pero bueno, la peluquería de Melchor es­taba en la otra punta del pueblo y de todos modos no creo que pudiera evitarse lo que sucedió.
   La cuestión es que lo mandé a la peluquería de Cervino y parece que mientras Cervino le cortaba el pelo se asomó la Francesa. Y la Francesa miró al muchacho como miraba ella a los hombres. Ahí fue que empezó el maldito asunto, porque el muchacho se quedó en el pueblo y todos pensa­mos lo mismo: que se quedaba por ella.
   No hacía un año que Cervino y su mujer se habían esta­blecido en Puente Viejo y era muy poco lo que sabíamos de ellos. No se daban con nadie, como solía comentarse con rencor en el pueblo. En realidad, en el caso del pobre Cer­vino era sólo timidez, pero quizá la Francesa fuera, sí, un poco arrogante. Venían de la ciudad, habían llegado el ve­rano anterior, al comienzo de la temporada, y recuerdo que cuando Cervino inauguró su peluquería yo pensé que pron­to arruinaría al viejo Melchor, porque Cervino tenía diplo­ma de peluquero y premio en un concurso de corte a la na­vaja, tenía tijera eléctrica, secador de pelo y sillón giratorio, y le echaba a uno savia vegetal en el pelo y hasta spray si no se lo frenaba a tiempo. Además, en la peluquería de Cer­vino estaba siempre el último El Gráfico en el revistero. Y estaba, sobre todo, la Francesa.
  Nunca supe muy bien por qué le decían la Francesa y nunca tampoco quise averiguarlo: me hubiera desilusiona­do enterarme, por ejemplo, de que la Francesa había naci­do en Bahía Blanca o, peor todavía, en un pueblo como és­te. Fuera como fuese, yo no había conocido hasta entonces una mujer como aquélla. Tal vez era simplemente que no usaba corpiño y que hasta en invierno podía uno darse cuenta de que no llevaba nada debajo del pulóver. Tal vez era esa costumbre suya de aparecerse apenas vestida en el salón de la peluquería y pintarse largamente frente al espe­jo, delante de todos. Pero no, había en la Francesa algo to­davía más inquietante que ese cuerpo al que siempre pare­cía estorbarle la ropa, más perturbador que la hondura de su escote. Era algo que estaba en su mirada. Miraba a los ojos, fijamente, hasta que uno bajaba la vista. Una mirada incitante, promisoria, pero que venía ya con un brillo de burla, como si la Francesa nos estuviera poniendo a prueba y supiera de antemano que nadie se le animaría, como si ya tuviera decidido que ninguno en el pueblo era hombre a su medida. Así, con los ojos provocaba y con los ojos, des­deñosa, se quitaba. Y todo delante de Cervino, que parecía no advertir nada, que se afanaba en silencio sobre las nu­cas, haciendo sonar cada tanto sus tijeras en el aire.
  Sí, la Francesa fue al principio la mejor publicidad para Cervino y su peluquería estuvo muy concurrida durante los primeros meses. Sin embargo, yo me había equivocado con Melchor. El viejo no era tonto y poco a poco fue recuperan­do su clientela: consiguió de alguna forma revistas porno­gráficas, que por esa época los militares habían prohibido, y después, cuando llegó el Mundial, juntó todos sus aho­rros y compró un televisor color, que fue el primero del pue­blo. Entonces empezó a decir a quien quisiera escucharlo que en Puente Viejo había una y sólo una peluquería de hombres: la de Cervino era para maricas. Con todo, creo yo que si hubo muchos que volvieron a la peluquería de Melchor fue, otra vez, a causa de la Fran­cesa: no hay hombre que soporte durante mucho tiempo la burla o la humillación de una mujer.
  Como decía, el muchacho se quedó en el pueblo. Acam­paba en las afueras, detrás de los médanos, cerca de la ca­sona de la viuda de Espinosa. Al almacén venía muy poco; hacía compras grandes, para quince días o para el mes en­tero, pero en cambio iba todas las semanas a la peluquería. Y como costaba creer que fuera solamente a leer El Gráfico, la gente empezó a compadecer a Cervino. Porque así fue, al principio todos compadecían a Cervino. En verdad, resultaba fácil apiadarse de él: tenía cierto aire inocente de querubín y la sonrisa pronta, como suele suceder con los tímidos. Era extremadamente callado y en ocasiones parecía sumirse en un mundo intrincado y remoto: se le perdía la mirada y pasaba largo rato afilando la navaja, o hacía chasquear interminablemente las tijeras y había que toser para retornarlo. Alguna vez, también, yo lo había sorprendido por el espejo contemplando a la Francesa con una pa­sión muda y reconcentrada, como si ni él mismo pudiese creer que semejante hembra fuera su esposa. Y realmente daba lástima esa mirada devota, sin sombra de sospechas.
  Por otro lado, resultaba igualmente fácil condenar a la Francesa, sobre todo para las casadas y casaderas del pue­blo, que desde siempre habían hecho causa común contra sus temibles escotes. Pero también muchos hombres esta­ban resentidos con la Francesa: en primer lugar, los que te­nían fama de gallos en Puente Viejo, como el ruso Nielsen, hombres que no estaban acostumbrados al desprecio y mu­cho menos a la sorna de una mujer.
  Y sea porque se había acabado el Mundial y no había de qué hablar, sea porque en el pueblo venían faltando los escándalos, todas las conversaciones desembocaban en las andanzas del muchacho y la Francesa. Detrás del mostra­dor yo escuchaba una y otra vez las mismas cosas: lo que había visto Nielsen una noche en la playa, era una noche fría y sin embargo los dos se desnudaron y debían estar drogados porque hicieron algo que Nielsen ni entre hom­bres terminaba de contar; lo que decía la viuda de Espino­sa: que desde su ventana siempre escuchaba risas y gemi­dos en la carpa del muchacho, los ruidos inconfundibles de dos que se revuelcan juntos; lo que contaba el mayor de los Vidal, que en la peluquería, delante de él y en las narices de Cervino... En fin, quién sabe cuánto habría de cierto en todas aquellas habladurías.
  Un día nos dimos cuenta de que el muchacho y la Fran­cesa habían desaparecido. Quiero decir, al muchacho no lo veíamos más y tampoco aparecía la Francesa, ni en la pelu­quería ni en el camino a la playa, por donde solía pasear. Lo primero que pensamos todos es que se habían ido juntos y tal vez porque las fugas tienen siempre algo de romántico, o tal vez porque el peligro ya estaba lejos, las mujeres pare­cían dispuestas ahora a perdonar a la Francesa: era evidente que en ese matrimonio algo fallaba, decían; Cervino era de­masiado viejo para ella y por otro lado el muchacho era tan buen mozo... y comentaban entre sí con risitas de complici­dad que quizás ellas hubieran hecho lo mismo.
  Pero una tarde que se conversaba de nuevo sobre el asun­to estaba en el almacén la viuda de Espinosa y la viuda dijo con voz de misterio que a su entender algo peor había ocu­rrido; el muchacho aquel, como todos sabíamos, había acampado cerca de su casa y, aunque ella tampoco lo había vuel­to a ver, la carpa todavía estaba allí; y le parecía muy extraño -repetía aquello, muy extraño- que se hubieran ido sin llevar la carpa. Alguien dijo que tal vez debería avisarse al comisario y entonces la viuda murmuró que sería conveniente vi­gilar también a Cervino. Recuerdo que yo me enfurecí pero no sabía muy bien cómo responderle: tengo por norma no discutir con los clientes.
  Empecé a decir débilmente que no se podía acusar a nadie sin pruebas, que para mí era imposible que Cervino, que justamente Cervino... Pero aquí la viuda me interrum­pió: era bien sabido que los tímidos, los introvertidos, cuando están fuera de sí son los más peligrosos.
   Estábamos todavía dando vueltas sobre lo mismo, cuando Cervino apareció en la puerta. Hubo un gran silen­cio; debió advertir que hablábamos de él porque todos trataban de mirar hacia otro lado. Yo pude observar cómo enrojecía y me pareció más que nunca un chico indefen­so, que no había sabido crecer. Cuando hizo el pedido noté que llevaba poca comida y que no había comprado yoghurt. Mientras pagaba, la viuda le preguntó bruscamente por la Francesa.
  Cervino enrojeció otra vez, pero ahora lentamente, co­mo si se sintiera honrado con tanta solicitud. Dijo que su mujer había viajado a la ciudad para cuidar al padre, que estaba muy enfermo, pero que pronto volvería, tal vez en una semana. Cuando terminó de hablar había en todas las caras una expresión curiosa, que me costó identificar: era desencanto. Sin embargo, apenas se fue Cervino, la viuda volvió a la carga. A ella, decía, no la había engañado ese farsante, nunca más veríamos a la pobre mujer. Y repetía por lo bajo que había un asesino suelto en Puente Viejo y que cualquiera podía ser la próxima víctima.
  Transcurrió una semana, transcurrió un mes entero y la Francesa no volvía. Al muchacho tampoco se lo había vuel­to a ver. Los chicos del pueblo empezaron a jugar a los in­dios en la carpa abandonada y Puente Viejo se dividió en dos bandos: los que estaban convencidos de que Cervino era un criminal y los que todavía esperábamos que la Fran­cesa regresara, que éramos cada vez menos. Se escuchaba decir que Cervino había degollado al muchacho con la na­vaja, mientras le cortaba el pelo, y las madres les prohibían a los chicos que jugaran en la cuadra de la peluquería y les rogaban a sus esposos que volvieran con Melchor.
  Sin embargo, aunque parezca extraño, Cervino no se quedó por completo sin clientes: los muchachos del pue­blo se desafiaban unos a otros a sentarse en el fatídico si­llón del peluquero para pedir el corte a la navaja, y empe­zó a ser prueba de hombría llevar el pelo batido y con spray.
  Cuando le preguntábamos por la Francesa, Cervino re­petía la historia del suegro enfermo, que ya no sonaba tan verdadera. Mucha gente dejó de saludarlo y supimos que la viuda de Espinosa había hablado con el comisario para que lo detuviese. Pero el comisario había dicho que mientras no aparecieran los cuerpos nada podía hacerse.
  En el pueblo se empezó entonces a conjeturar sobre los cadáveres: unos decían que Cervino los había enterrado en su patio; otros, que los había cortado en tiras para arrojar­los al mar, y así Cervino se iba convirtiendo en un ser cada vez más monstruoso.
  Yo escuchaba en el almacén hablar todo el tiempo de lo mismo y empecé a sentir un temor supersticioso, el presen­timiento de que en aquellas interminables discusiones se iba incubando una desgracia. La viuda de Espinosa, por su parte, parecía haber enloquecido. Andaba abriendo pozos por todos lados con una ridícula palita de playa, vociferan­do que ella no descansaría hasta encontrar los cadáveres.
  Y un día los encontró. Fue una tarde a principios de noviembre. La viuda en­tró en el almacén preguntándome si tenía palas; y dijo en voz bien alta, para que todos la escucharan, que la manda­ba el comisario a buscar palas y voluntarios para cavar en los médanos, detrás del puente. Después, dejando caer len­tamente las palabras, dijo que había visto allí, con sus pro­pios ojos, un perro que devoraba una mano humana. Me es­tremecí; de pronto todo era verdad y mientras buscaba en el depósito las palas y cerraba el almacén seguía escuchan­do, aún sin poder creerlo, la conversación entrecortada de horror, perro, mano, mano humana.
  La viuda encabezó la marcha, airosa. Yo iba último, car­gando las palas. Miraba a los demás y veía las mismas caras de siempre, la gente que compraba en el almacén yerba y fi­deos. Miraba a mi alrededor y nada había cambiado, ningún súbito vendaval, ningún desacostumbrado silencio. Era una tarde como cualquier otra, a la hora inútil en que se despier­ta de la siesta. Abajo se iban alineando las casas, cada vez más pequeñas, y hasta el mar, distante, parecía pueblerino, sin acechanzas. Por un momento me pareció comprender de dónde provenía aquella sensación de incredulidad: no podía estar sucediendo algo así, no en Puente Viejo.
  Cuando llegamos a los médanos el comisario no había encontrado nada aún. Estaba cavando con el torso desnu­do y la pala subía y bajaba sin sobresaltos. Nos señaló va­gamente entorno y yo distribuí las palas y hundí la mía en el sitio que me preció más inofensivo. Durante un largo ra­to sólo se escuchó el seco vaivén del metal embistiendo la tierra. Yo le iba perdiendo el miedo a la pala y estaba pensando que tal vez la viuda se había confundido, que quizá no fuera cierto, cuando oímos un alboroto de ladridos. Era el perro que había visto la viuda, un pobre animal raquíti­co que se desesperaba alrededor de nosotros. El comisario quiso espantarlo a cascotazos pero el perro volvía y volvía y en un momento pareció que iba a saltarle encima. Enton­ces nos dimos cuenta de que era ése el lugar, el comisario volvió a cavar, cada vez más rápido, era contagioso aquel frenesí; las palas se precipitaron todas juntas y de pronto el comisario gritó que había dado con algo; escarbó un po­co más y apareció el primer cadáver.
  Los demás apenas le echaron un vistazo y volvieron en­seguida a las palas, casi con entusiasmo, a buscar a la Fran­cesa, pero yo me acerqué y me obligué a mirarlo con dete­nimiento. Tenía un agujero negro en la frente y tierra en los ojos. No era el muchacho.
  Me di vuelta, para advertirle al comisario, y fue como si me adentrara en una pesadilla: todos estaban encontrando cadáveres, era como si brotaran de la tierra, a cada golpe de pala rodaba una cabeza o quedaba al descubierto un torso mutilado. Por donde se mirara muertos y más muertos, cabezas, cabezas.
  El horror me hacía deambular de un lado a otro; no po­día pensar, no podía entender, hasta que vi una espalda acribillada y más allá una cabeza con venda en los ojos. Mi­ré al comisario y el comisario también sabía. Nos ordenó que nos quedáramos allí, que nadie se moviera, y volvió al pueblo, a pedir instrucciones.
  Del tiempo que transcurrió hasta su regreso sólo recuer­do el ladrido incesante del perro, el olor a muerto y la figu­ra de la viuda hurgando con su palita entre los cadáveres, gritándonos que había que seguir, que todavía no había aparecido la Francesa. Cuando el comisario volvió camina­ba erguido y solemne, como quien se apresta a dar órdenes. Se plantó delante de nosotros y nos mandó que enterráse­mos de nuevo los cadáveres, tal como estaban. Todos vol­vimos a las palas, nadie se atrevió a decir nada. Mientras la tierra iba cubriendo los cuerpos yo me preguntaba si el mu­chacho no estaría también allí. El perro ladraba y saltaba enloquecido. Entonces vimos al comisario con la rodilla en tierra y el arma entre las manos. Disparó una sola vez. El perro cayó muerto. Dio luego dos pasos con el arma todavía en la mano y lo pateó hacia adelante, para que también lo enterrásemos.
  Antes de volver nos ordenó que no hablásemos con na­die de aquello y anotó uno por uno los nombres de los que habíamos estado allí.
La Francesa regresó pocos días después: su padre se ha­bía recuperado por completo. Del muchacho, en el pueblo nunca hablamos. La carpa la robaron ni bien empezó la temporada.

lunes, 2 de abril de 2018

Microrrelatos por la Identidad

 "TWITTER RELATOS POR LA IDENTIDAD"
Seleccion de relatos en el concurso organizado por las Abuelas de Plaza de Mayo. Micro cuentos de hasta 140 caracteres para la búsqueda de la identidad




 

martes, 20 de marzo de 2018

DICTADURA Y MEDIOS














Cuentos prohibidos, ideas censuradas


El 24 de marzo conmemoramos el Día Nacional de la Memoria por la Verdad y la Justicia, por ser el aniversario del golpe cívico-militar del año 1976, una de las épocas más oscuras de nuestra historia.
Una de las principales armas que utilizó el golpe de Estado de 1976 para derribar toda idea contraria al régimen fue un mecanismo de censura en la cultura que se reflejó en persecuciones y torturas a autores, prohibiciones de libros y canciones; editoriales cerradas y bibliotecas vaciadas. Desde los mandos militares se pensaba que una de las principales formas de vencer a quienes consideraban enemigos, era instalar un plan de control allí donde se forjaran las ideas. Esa ambición de acallar a toda una sociedad también se dejó ver en la literatura infantil y juvenil. El siguiente cuento fue censurado y prohibido en 1977:


Caso Gaspar - Elsa Bornemann

Aburrido de recorrer la ciudad con su valija a cuestas para vender —por lo menos— doce manteles diarios, harto de gastar suelas, cansado de usar los pies, Gaspar decidió caminar sobre las manos. Desde ese momento, todos los feriados del mes se los pasó encerrado en el altillo de su casa, practicando posturas frente al espejo. Al principio, le costó bastante esfuerzo mantenerse en equilibrio con las piernas para arriba, pero al cabo de reiteradas pruebas el buen muchacho logró marchar del revés con asombrosa habilidad. Una vez conseguido esto, dedicó todo su empeño para desplazarse sosteniendo la valija con cualquiera de sus pies descalzos. Pronto pudo hacerlo y su destreza lo alentó.
—¡Desde hoy, basta de zapatos! ¡Saldré a vender mis manteles caminando sobre las manos! —exclamó Gaspar una mañana, mientras desayunaba. Y —dicho y hecho— se dispuso a iniciar esa jornada de trabajo andando sobre las manos.
Su vecina barría la vereda cuando lo vio salir. Gaspar la saludó al pasar, quitándose caballerosamente la galera: —Buenos días, doña Ramona. ¿Qué tal los canarios?
Pero como la señora permaneció boquiabierta, el muchacho volvió a colocarse la galera y dobló la esquina. Para no fatigarse, colgaba un rato de su pie izquierdo y otro del derecho la valija con los manteles, mientras hacía complicadas contorsiones a fin de alcanzar los timbres de las casas sin ponerse de pie.
Lamentablemente, a pesar de su entusiasmo, esa mañana no vendió ni siquiera un mantel. ¡Ninguna persona confiaba en ese vendedor domiciliario que se presentaba caminando sobre las manos!
—Me rechazan porque soy el primero que se atreve a cambiar la costumbre de marchar sobre las piernas... Si supieran qué distinto se ve el mundo de esta manera, me imitarían...Paciencia... Ya impondré la moda de caminar sobre las manos... —pensó Gaspar, y se aprestó a cruzar una amplia avenida.
Nunca lo hubiera hecho: ya era el mediodía... los autos circulaban casi pegados unos contra otros. Cientos de personas transitaban apuradas de aquí para allá.
—¡Cuidado! ¡Un loco suelto! —gritaron a coro al ver a Gaspar. El muchacho las escuchó divertido y siguió atravesando la avenida sobre sus manos, lo más campante.
—¿Loco yo? Bah, opiniones...
Pero la gente se aglomeró de inmediato a su alrededor y los vehículos lo aturdieron con sus bocinazos, tratando de deshacer el atascamiento que había provocado con su singular manera de caminar. En un instante, tres vigilantes lo rodearon.
—Está detenido —aseguró uno de ellos, tomándolo de las rodillas, mientras los otros dos se comunicaban por radioteléfono con el Departamento Central de Policía. ¡Pobre Gaspar! Un camión celular lo condujo a la comisaría más próxima, y allí fue interrogado por innumerables policías:
—¿Por qué camina con las manos? ¡Es muy sospechoso! ¿Qué oculta en esos guantes? ¡Confiese! ¡Hable!
Ese día, los ladrones de la ciudad asaltaron los bancos con absoluta tranquilidad: toda la policía estaba ocupadísima con el "Caso Gaspar—sujeto sospechoso que marcha sobre las manos".
A pesar de que no sabía qué hacer para salir de esa difícil situación, el muchacho mantenía la calma y —¡sorprendente!— continuaba haciendo equilibrio sobre sus manos ante la furiosa mirada de tantos vigilantes. Finalmente se le ocurrió preguntar:
—¿Está prohibido caminar sobre las manos?
El jefe de policía tragó saliva y le repitió la pregunta al comisario número 1, el comisario número 1 se la transmitió al número 2, el número 2 al número 3, el número 3 al número 4... En un momento, todo el Departamento Central de Policía se preguntaba: ¿ESTÁ PROHIBIDO CAMINAR SOBRE LAS MANOS? Y por más que buscaron en pilas de libros durante varias horas, esa prohibición no apareció. No, señor. ¡No existía ninguna ley que prohibiera marchar sobre las manos ni tampoco otra que obligara a usar exclusivamente los pies!
Así fue como Gaspar recobró la libertad de hacer lo que se le antojara, siempre que no molestara a los demás con su conducta. Radiante, volvió a salir a la calle andando sobre las manos. Y por la calle debe encontrarse en este momento, con sus guantes, su galera y su valija, ofreciendo manteles a domicilio... ¡Y caminando sobre las manos!