Infierno grande, de
Guillermo Martínez
Muchas veces, cuando
el almacén está vacío y sólo se escucha el zumbido de las moscas, me acuerdo
del muchacho aquel que nunca supimos cómo se llamaba y que nadie en el pueblo
volvió a mencionar. Por alguna razón que
no alcanzo a explicar lo imagino siempre como la primera vez que lo vimos, con
la ropa polvorienta, la barba crecida y, sobre todo, con aquella melena larga
y desprolija que le caía casi hasta los ojos. Era recién el principio de la
primavera y por eso, cuando entró al almacén, yo supuse que sería un mochilero
de paso al sur. Compró latas de conserva y yerba, o café; mientras le hacía la
cuenta se miró en el reflejo de la vidriera, se apartó el pelo de la frente, y
me preguntó por una peluquería.
Dos peluquerías había entonces en Puente
Viejo; pienso ahora que si hubiera ido a lo del viejo Melchor quizá nunca se
hubiera encontrado con la
Francesa y nadie habría murmurado. Pero bueno, la peluquería
de Melchor estaba en la otra punta del pueblo y de todos modos no creo que
pudiera evitarse lo que sucedió.
La cuestión es que lo mandé a la peluquería
de Cervino y parece que mientras Cervino le cortaba el pelo se asomó la Francesa. Y la Francesa miró al muchacho
como miraba ella a los hombres. Ahí fue que empezó el maldito asunto, porque el
muchacho se quedó en el pueblo y todos pensamos lo mismo: que se quedaba por
ella.
No hacía un año que Cervino y su mujer se
habían establecido en Puente Viejo y era muy poco lo que sabíamos de ellos. No
se daban con nadie, como solía comentarse con rencor en el pueblo. En realidad,
en el caso del pobre Cervino era sólo timidez, pero quizá la Francesa fuera, sí, un
poco arrogante. Venían de la ciudad, habían llegado el verano anterior, al
comienzo de la temporada, y recuerdo que cuando Cervino inauguró su peluquería
yo pensé que pronto arruinaría al viejo Melchor, porque Cervino tenía diploma
de peluquero y premio en un concurso de corte a la navaja, tenía tijera
eléctrica, secador de pelo y sillón giratorio, y le echaba a uno savia vegetal
en el pelo y hasta spray si no se lo frenaba a tiempo. Además, en la peluquería
de Cervino estaba siempre el último El Gráfico en el revistero. Y
estaba, sobre todo, la
Francesa.
Nunca supe muy bien por qué le decían la Francesa y nunca tampoco
quise averiguarlo: me hubiera desilusionado enterarme, por ejemplo, de que la Francesa había nacido en
Bahía Blanca o, peor todavía, en un pueblo como éste. Fuera como fuese, yo no
había conocido hasta entonces una mujer como aquélla. Tal vez era simplemente
que no usaba corpiño y que hasta en invierno podía uno darse cuenta de que no
llevaba nada debajo del pulóver. Tal vez era esa costumbre suya de aparecerse
apenas vestida en el salón de la peluquería y pintarse largamente frente al
espejo, delante de todos. Pero no, había en la Francesa algo todavía
más inquietante que ese cuerpo al que siempre parecía estorbarle la ropa, más
perturbador que la hondura de su escote. Era algo que estaba en su mirada.
Miraba a los ojos, fijamente, hasta que uno bajaba la vista. Una mirada
incitante, promisoria, pero que venía ya con un brillo de burla, como si la Francesa nos estuviera
poniendo a prueba y supiera de antemano que nadie se le animaría, como si ya
tuviera decidido que ninguno en el pueblo era hombre a su medida. Así, con los
ojos provocaba y
con los ojos, desdeñosa, se quitaba. Y
todo delante de Cervino, que parecía no advertir nada, que se afanaba en
silencio sobre las nucas, haciendo sonar cada tanto sus tijeras en el aire.
Sí, la Francesa fue al principio la mejor publicidad
para Cervino y su peluquería estuvo muy concurrida durante los primeros meses.
Sin embargo, yo me había equivocado con Melchor. El viejo no era tonto y poco a
poco fue recuperando su clientela: consiguió de alguna forma revistas pornográficas,
que por esa época los militares habían prohibido, y después, cuando llegó el
Mundial, juntó todos sus ahorros y compró un televisor color, que fue el
primero del pueblo. Entonces empezó a decir a quien quisiera escucharlo que en
Puente Viejo había una y sólo una peluquería de hombres: la de Cervino era para
maricas. Con todo, creo yo que si hubo muchos que volvieron a la peluquería de
Melchor fue, otra vez, a causa de la
Fran cesa: no hay hombre que soporte durante mucho tiempo la
burla o la humillación de una mujer.
Como decía, el muchacho se quedó en el
pueblo. Acampaba en las afueras, detrás de los médanos, cerca de la casona de
la viuda de Espinosa. Al almacén venía muy poco; hacía compras grandes, para quince
días o para el mes entero, pero en cambio iba todas las semanas a la
peluquería. Y como costaba creer que fuera solamente a leer El Gráfico, la
gente empezó a compadecer a Cervino. Porque así fue, al principio todos
compadecían a Cervino. En verdad, resultaba fácil apiadarse de él: tenía cierto
aire inocente de querubín y la sonrisa pronta, como suele suceder con los
tímidos. Era extremadamente callado y en ocasiones parecía sumirse en un mundo
intrincado y remoto: se le perdía la mirada y pasaba largo rato afilando la
navaja, o hacía chasquear interminablemente las tijeras y había que toser para
retornarlo. Alguna vez, también, yo lo había sorprendido por el espejo
contemplando a la Francesa
con una pasión muda y reconcentrada, como si ni él mismo pudiese creer que
semejante hembra fuera su esposa. Y realmente daba lástima esa mirada devota,
sin sombra de sospechas.
Por otro lado, resultaba igualmente fácil
condenar a la Francesa ,
sobre todo para las casadas y casaderas del pueblo, que desde siempre habían
hecho causa común contra sus temibles escotes. Pero también muchos hombres estaban
resentidos con la Francesa :
en primer lugar, los que tenían fama de gallos en Puente Viejo, como el ruso
Nielsen, hombres que no estaban acostumbrados al desprecio y mucho menos a la
sorna de una mujer.
Y sea porque se había acabado el Mundial y no
había de qué hablar, sea porque en el pueblo venían faltando los escándalos,
todas las conversaciones desembocaban en las andanzas del muchacho y la Francesa. Detrás
del mostrador yo escuchaba una y otra vez las mismas cosas: lo que había visto
Nielsen una noche en la playa, era una noche fría y sin embargo los dos se
desnudaron y debían estar drogados porque hicieron algo que Nielsen ni entre
hombres terminaba de contar; lo que decía la viuda de Espinosa: que desde su
ventana siempre escuchaba risas y gemidos en la carpa del muchacho, los ruidos
inconfundibles de dos que se revuelcan juntos; lo que contaba el mayor de los
Vidal, que en la peluquería, delante de él y en las narices de Cervino... En
fin, quién sabe cuánto habría de cierto en todas aquellas habladurías.
Un día nos dimos cuenta de que el muchacho y la Fran cesa habían
desaparecido. Quiero decir, al muchacho no lo veíamos más y tampoco aparecía la Francesa , ni en la peluquería
ni en el camino a la playa, por donde solía pasear. Lo primero que pensamos
todos es que se habían ido juntos y tal vez porque las fugas tienen siempre
algo de romántico, o tal vez porque el peligro ya estaba lejos, las mujeres
parecían dispuestas ahora a perdonar a la Francesa : era evidente que en ese matrimonio algo
fallaba, decían; Cervino era demasiado viejo para ella y por otro lado el
muchacho era tan buen mozo... y comentaban entre sí con risitas de complicidad
que quizás ellas hubieran hecho lo mismo.
Pero una tarde que se conversaba de nuevo
sobre el asunto estaba en el almacén la viuda de Espinosa y la viuda dijo con
voz de misterio que a su entender algo peor había ocurrido; el muchacho aquel,
como todos sabíamos, había acampado cerca de su casa y, aunque ella tampoco lo
había vuelto a ver, la carpa todavía estaba allí; y le parecía muy extraño
-repetía aquello, muy extraño- que se hubieran ido sin llevar la carpa.
Alguien dijo que tal vez debería avisarse al comisario y entonces la viuda
murmuró que sería conveniente vigilar también a Cervino. Recuerdo que yo me
enfurecí pero no sabía muy bien cómo responderle: tengo por norma no discutir
con los clientes.
Empecé a decir débilmente que no se podía
acusar a nadie sin pruebas, que para mí era imposible que Cervino, que
justamente Cervino... Pero aquí la viuda me interrumpió: era bien sabido que
los tímidos, los introvertidos, cuando están fuera de sí son los más
peligrosos.
Estábamos todavía dando vueltas sobre lo
mismo, cuando Cervino apareció en la puerta. Hubo un gran silencio; debió
advertir que hablábamos de él porque todos trataban de mirar hacia otro lado.
Yo pude observar cómo enrojecía y me pareció más que nunca un chico indefenso,
que no había sabido crecer. Cuando hizo el pedido noté que llevaba poca comida
y que no había comprado yoghurt. Mientras pagaba, la viuda le preguntó
bruscamente por la Francesa.
Cervino enrojeció otra vez, pero ahora
lentamente, como si se sintiera honrado con tanta solicitud. Dijo que su mujer
había viajado a la ciudad para cuidar al padre, que estaba muy enfermo, pero
que pronto volvería, tal vez en una semana. Cuando terminó de hablar había en
todas las caras una expresión curiosa, que me costó identificar: era desencanto.
Sin embargo, apenas se fue Cervino, la viuda volvió a la carga. A ella, decía,
no la había engañado ese farsante, nunca más veríamos a la pobre mujer. Y
repetía por lo bajo que había un asesino suelto en Puente Viejo y que
cualquiera podía ser la próxima víctima.
Transcurrió una semana, transcurrió un mes
entero y la Francesa
no volvía. Al muchacho tampoco se lo había vuelto a ver. Los chicos del pueblo
empezaron a jugar a los indios en la carpa abandonada y Puente Viejo se
dividió en dos bandos: los que estaban convencidos de que Cervino era un
criminal y los que todavía esperábamos que la Fran cesa regresara, que éramos cada vez menos.
Se escuchaba decir que Cervino había degollado al muchacho con la navaja,
mientras le cortaba el pelo, y las madres les prohibían a los chicos que
jugaran en la cuadra de la peluquería y les rogaban a sus esposos que volvieran
con Melchor.
Sin embargo, aunque parezca extraño, Cervino
no se quedó por completo sin clientes: los muchachos del pueblo se desafiaban
unos a otros a sentarse en el fatídico sillón del peluquero para pedir el
corte a la navaja, y empezó a ser prueba de hombría llevar el pelo batido y
con spray.
Cuando le preguntábamos por la Francesa , Cervino repetía
la historia del suegro enfermo, que ya no sonaba tan verdadera. Mucha gente
dejó de saludarlo y supimos que la viuda de Espinosa había hablado con el
comisario para que lo detuviese. Pero el comisario había dicho que mientras no
aparecieran los cuerpos nada podía hacerse.
En el pueblo se empezó entonces a conjeturar
sobre los cadáveres: unos decían que Cervino los había enterrado en su patio;
otros, que los había cortado en tiras para arrojarlos al mar, y así Cervino se
iba convirtiendo en un ser cada vez más monstruoso.
Yo escuchaba en el almacén hablar todo el
tiempo de lo mismo y empecé a sentir un temor supersticioso, el presentimiento
de que en aquellas interminables discusiones se iba incubando una desgracia. La
viuda de Espinosa, por su parte, parecía haber enloquecido. Andaba abriendo
pozos por todos lados con una ridícula palita de playa, vociferando que ella
no descansaría hasta encontrar los cadáveres.
Y un día los encontró. Fue una tarde a
principios de noviembre. La viuda entró en el almacén preguntándome si tenía palas;
y dijo en voz bien alta, para que todos la escucharan, que la mandaba el
comisario a buscar palas y voluntarios para cavar en los médanos, detrás del
puente. Después, dejando caer lentamente las palabras, dijo que había visto
allí, con sus propios ojos, un perro que devoraba una mano humana. Me estremecí;
de pronto todo era verdad y mientras buscaba en el depósito las palas y cerraba
el almacén seguía escuchando, aún sin poder creerlo, la conversación
entrecortada de horror, perro, mano, mano humana.
La viuda encabezó la marcha, airosa. Yo iba
último, cargando las palas. Miraba a los demás y veía las mismas caras de
siempre, la gente que compraba en el almacén yerba y fideos. Miraba a mi
alrededor y nada había cambiado, ningún súbito vendaval, ningún desacostumbrado
silencio. Era una tarde como cualquier otra, a la hora inútil en que se despierta
de la siesta. Abajo se iban alineando las casas, cada vez más pequeñas, y hasta
el mar, distante, parecía pueblerino, sin acechanzas. Por un momento me pareció
comprender de dónde provenía aquella sensación de incredulidad: no podía estar
sucediendo algo así, no en Puente Viejo.
Cuando
llegamos a los médanos el comisario no había encontrado nada aún. Estaba
cavando con el torso desnudo y la pala subía y bajaba sin sobresaltos. Nos
señaló vagamente entorno y yo distribuí las palas y hundí la mía en el sitio
que me preció más inofensivo. Durante un largo rato sólo se escuchó el seco
vaivén del metal embistiendo la tierra. Yo le iba perdiendo el miedo a la pala
y estaba pensando que tal vez la viuda se había confundido, que quizá no fuera
cierto, cuando oímos un alboroto de ladridos. Era el perro que había visto la
viuda, un pobre animal raquítico que se desesperaba alrededor de nosotros. El
comisario quiso espantarlo a cascotazos pero el perro volvía y volvía y en un
momento pareció que iba a saltarle encima. Entonces nos dimos cuenta de que
era ése el lugar, el comisario volvió a cavar, cada vez más rápido, era
contagioso aquel frenesí; las palas se precipitaron todas juntas y de pronto el
comisario gritó que había dado con algo; escarbó un poco más y apareció el
primer cadáver.
Los demás apenas le echaron un vistazo y
volvieron enseguida a las palas, casi con entusiasmo, a buscar a la Fran cesa, pero yo me acerqué
y me obligué a mirarlo con detenimiento. Tenía un agujero negro en la frente y
tierra en los ojos. No era el muchacho.
Me di vuelta, para advertirle al comisario, y
fue como si me adentrara en una pesadilla: todos estaban encontrando cadáveres,
era como si brotaran de la tierra, a cada golpe de pala rodaba una cabeza o
quedaba al descubierto un torso mutilado. Por donde se mirara muertos y más
muertos, cabezas, cabezas.
El horror me hacía deambular de un lado a
otro; no podía pensar, no podía entender, hasta que vi una espalda acribillada
y más allá una cabeza con venda en los ojos. Miré al comisario y el
comisario también sabía. Nos ordenó que nos quedáramos allí, que nadie se
moviera, y volvió al pueblo, a pedir instrucciones.
Del tiempo que transcurrió hasta su regreso
sólo recuerdo el ladrido incesante del perro, el olor a muerto y la figura de
la viuda hurgando con su palita entre los cadáveres, gritándonos que había que
seguir, que todavía no había aparecido la Francesa. Cuando
el comisario volvió caminaba erguido y solemne, como quien se apresta a dar
órdenes. Se plantó delante de nosotros y nos mandó que enterrásemos de nuevo
los cadáveres, tal como estaban. Todos volvimos a las palas, nadie se atrevió
a decir nada. Mientras la tierra iba cubriendo los cuerpos yo me preguntaba si
el muchacho no estaría también allí. El perro ladraba y saltaba enloquecido.
Entonces vimos al comisario con la rodilla en tierra y el arma entre las manos.
Disparó una sola vez. El perro cayó muerto. Dio luego dos pasos con el arma
todavía en la mano y lo pateó hacia adelante, para que también lo enterrásemos.
Antes de volver nos ordenó que no hablásemos
con nadie de aquello y anotó uno por uno los nombres de los que habíamos
estado allí.
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