Literatura en construcción
lunes, 10 de junio de 2019
domingo, 9 de junio de 2019
viernes, 7 de junio de 2019
Canciones que despiertan
PAREN DE
MATARNOS (Miss
Bolivia)
Salí para el
trabajo y no fui
salí para la
escuela y no llegué
salí del
baile y me perdí
de pronto me
desdibujé
Mis amigos me
buscan por ahí
los vecinos
pegaron un cartel
en los postes
de luz de la cuadra
en la calle,
en el subte, en el tren
Me busca mi
hermano, me busca mi madre
perdieron
contacto ayer a la tarde
vino la tele,
habló mi padre
la red
explota, y el twitter arde
Si tocan a
una nos tocan a todas
el femicidio
se puso de moda
el juez de
turno, se fue a una boda
la policía
participa en la joda
Y así va la
historia de la humanidad
que es la
historia de la enfermedad
ay carajo qué
mal que estamos, los humanos
loco, paren
de matar
Y ahora dicen
que desaparecí
porque andaba
sola por ahí
se la pasan
culpándome a mí
Me dijeron
que diga que sí
Me mataron
desde que nací
Me enseñaron
a ser una esclava lava y lava y a parir
De sol a sol
de la noche a la mañana
me matan y
mueren todas mis hermanas
nos duele el
cuerpo y las entrañas
no quiero que
me toques chabón no tengo ganas
Me matan y se
infecta la raza humana
le temen al
poder que de nuestros ovarios emanan
soy esta
herida que se pudre y no sana
Me matan y
conmigo se muere mi mama
Y así va la
historia de la humanidad
que es la
historia de la enfermedad
ay carajo que
mal que estamos, los humanos, loco
Paren de
matar
Ni una menos
Vivas nos
queremos
Reflexiones sobre violencia de Género a partir de la consigna "Ni una menos"
Reflexión “Ni una menos”, por Juan Solá.
Cuando voy por la calle y camino detrás
de vos me pongo nervioso porque sé que no te gusta darte cuenta que llevás un
tipo en la espalda. Me alejo, trato de pasarte
rápido, lo más rápido posible, para que sepas que no hay razón para asustarse, que
soy inofensivo, que vengo con los ojos hundidos en alguna imagen que nada tiene
que ver con la tuya.
Cuando el subte se llena y te apretás a
mi lado me da miedo rozarte la falda con mis dedos, torpes y distraidos.
Entonces, pongo las manos en los bolsillos y viajo así, como diminuto, o tal
vez como disminuido del susto, retorciendo el cuerpo para acomodarme en el
frasco como se retuerce la arena adentro de uno de esos souvenirs de ciudad
balnearia.
Cuando te veo venir de frente, llevo la
mirada a la vereda y espero así hasta que cruces. Te percibo por el rabillo del
ojo, como escapando, consciente de que a lo mejor suspirarás con alivio porque
no me escuchaste comentar cuán corta es tu falda o cuán grandes son mi ganas de
que tu feminidad bastardeada me haga macho.
Cuando la ciudad es muy grande y se me
ha perdido una calle y te veo ahí, de pie, esperando el colectivo, me acerco
pisando fuerte las baldosas flojas para que notes mi presencia. Te pregunto de
lejos, levantando la voz, si sabés cuál es Curapaligüe. Nunca me aproximo
demasiado por miedo a tu miedo. Y vos me respondés que no, que ni idea, y no
disimulás esas ganas desconfiadas de ver cómo me alejo por Rivadavia hasta
perderme de vista.
Cuando subís al colectivo a las dos de
la mañana y somos sólo hombres los que viajamos yo te veo poner los ojos en el
piso porque no querés cruzarlos con la mirada lasciva de nadie, después de
haber laburado tantas horas, con este frío que se roba un poquito la esperanza.
Las calles que para mí son venas de
cemento para vos son el campo de una batalla eterna por llegar a casa a salvo.
Los auriculares que separan mis pensamientos del mundo, para vos son escudo
entre tu cuerpo y sus silbidos (...) Pero yo no soy cómplice, te lo prometo.
A veces escucho que alguno te grita algo
y lo miro con impaciencia. Casi siempre son más grandotes que yo y de seguro me
cagarían a trompadas, pero si se te vinieran encima igual te defendería. Yo y
muchos otros, en serio.
Porque no estás sola. Porque nosotros
entendemos que tu libertad ficticia es nuestra libertad incompleta y que si no
somos iguales no es porque no querramos, sino porque no nos dejan.
Vení, caminá conmigo, vamos a tomar las
calles juntos para que el mensaje reverbere en los rincones de esta ciudad
adormecida por el hedor del prejuicio, silenciada por la comodidad de la
sumisión a la que te han condenado, conforme con la ficción de cine de terror,
donde las rubias siempre son ingenuas y las negras siempre mueren primero.
Vení, caminá conmigo, uno al lado del
otro, para que cuando me toque ir detrás de vos no me pienses amenaza, sino
compañero.
Lectura y debate. Literatura y sociedad: Violencia de Género
Preciosidad
(de Clarice Lispector)
Por
la mañana, temprano, siempre era la misma cosa renovada: despertar. Lo que era
lento, extendido, vasto. Ampliamente abría los ojos. Tenía quince años y se
sentía sola. Le hicieron creer que no era bonita. Pero por dentro de su
delgadez existía la amplitud casi majestuosa en que se movía como dentro de una
meditación. Y dentro de la nebulosidad, algo precioso. Que no se desperezaba,
que no se comprometía, no se contaminaba. Que era inmenso como una joya. Ella. Despertaba
antes que todos, ya que para ir a la escuela tendría que tomar un autobús y un
tranvía, lo que le llevaría una hora. De devaneo agudo como un crimen. El
viento de la mañana violentando la ventana y el rostro hasta que los labios se
ponían duros, helados. Entonces ella sonreía. Como si sonreír fuese en sí un
objetivo. Todo eso sucedería si tuviese la suerte de que «nadie mirara, la
mirara». Cuando se levantaba de madrugada —ya superado el momento dilatado en
que se desenredaba toda — se vestía corriendo, se mentía a sí misma que no
tenía tiempo de bañarse y la familia adormecida jamás adivinó qué pocos baños
tomaba. Bajo la luz encendida del comedor bebía el café que la doncella, rascándose
en la oscuridad de la cocina, había recalentado. Apenas si tocó el pan que la
mantequilla no conseguía ablandar. Con la boca fresca por el desayuno, los
libros debajo del brazo, por fin abría la puerta, trasponía la tibieza insulsa
de la casa escurriéndose hacia la helada fruición de la mañana. Después ya no
se apresuraba más. Tenía que atravesar la ancha calle desierta hasta alcanzar
la avenida, al final de la cual un autobús emergería vacilando dentro de la
niebla, con las luces de la noche todavía encendidas en el farol. Al viento de
junio, el acto misterioso, autoritario y perfecto de erguir el brazo —y ya de
lejos el autobús trémulo comenzaba a deformarse obedeciendo a la arrogancia de
su cuerpo, representante de un poder supremo, de lejos el autobús comenzaba a
tornarse incierto y lento, lento y avanzando, cada vez más concreto— hasta
detener su rostro en humo y calor, en calor y humo. Entonces subía, sería como
una misionera a causa de los obreros del autobús que «podrían decirle alguna
cosa». Aquellos hombres que ya no eran jóvenes. Aunque también de los jóvenes tenía
miedo, miedo también de los chicos. Miedo de que «le dijesen alguna cosa», de
que la mirasen mucho. En la gravedad de la boca cerrada había una gran súplica:
que la respetaran. Más que eso. Como si hubiese prestado voto, estaba obligada
a ser venerada y, mientras por dentro el corazón golpeaba con miedo, también
ella se veneraba, ella era la depositaría de un ritmo. Si la miraban se quedaba
rígida y dolorosa. Lo que la salvaba era que los hombres no la veían. Aunque
alguna cosa en ella, a medida que dieciséis años se aproximaban en humo y
calor, alguna cosa estuviera intensamente sorprendida, y eso sorprendiera a
algunos hombres. Como si alguien les hubiese tocado el hombro. Una sombra tal
vez. En el suelo la enorme sombra de una muchacha sin hombre, elemento
cristalizable e incierto que formaba parte de la monótona geometría de las
grandes ceremonias públicas. Como si les hubieran tocado el hombro. Ellos
miraban y no la veían. Ella hacía más sombra que lo que existía. En el autobús
los obreros se comportaban silenciosamente con la tartera en la mano, el sueño todavía
en el rostro. Ella sentía vergüenza de no confiar en ellos, que estaban
cansados. Pero hasta que conseguía olvidarlos existía la incomodidad. Es que
ellos «sabían». Y como también ella sabía, de ahí la incomodidad. Todos sabían
lo mismo. También su padre sabía. Un viejo pidiendo limosna sabía. La riqueza
distribuida, y el silencio. Después, con paso de soldado, cruzaba —incólume— el
Largo de Lapa, donde ya era de día. En ese momento, la batalla estaba casi
ganada. Escogía en el tranvía un asiento, vacío si era posible, o, si tenía suerte,
se sentaba al lado de alguna segura mujer con un atado de ropa sobre su regazo,
por ejemplo, y erala primera tregua. Todavía tendría que enfrentar en la escuela
el ancho corredor donde los compañeros estarían de pie conversando, y donde los
tacones de sus zapatos hacían un ruido que las piernas tensas no podían
contener, como si ella quisiera inútilmente hacer que se detuviera un corazón,
eran zapatos con baile propio. Se hacía un vago silencio entre los muchachos
que quizá sintieran, bajo su disfraz, que ella era una de las devotas. Pasaba
entre las filas de los compañeros creciendo, y ellos no sabían qué pensar ni
cómo comentarla. Era feo el ruido de sus zapatos. Con tacones de madera rompía
su propio secreto. Si el corredor se hubiese extendido un poco más, ella
olvidaría su destino y correría tapándose los oídos con las manos. Solamente
usaba zapatos duraderos. Como si todavía fueran los mismos que le habían calzado
con solemnidad el día que naciera. Cruzaba el corredor interminable como el
silencio de una trinchera, y había algo tan feroz en su rostro —y también
soberbio a causa de su sombra— que nadie le decía nada. Prohibitiva, ella les
impedía pensar. Hasta que llegaba finalmente al aula. Donde repentinamente todo
se tornaba sin importancia y más rápido y leve, donde su rostro tenía algunas
pecas, los cabellos caían sobre los ojos, y donde ella era tratada como un
muchacho. Donde era inteligente. La astuta profesión. Parecía haber estudiado
en casa. Su curiosidad le informaba algo más que de respuestas. Adivinaba,
sintiendo en la boca el gusto cítrico de los dolores heroicos, adivinaba la
repulsión fascinante que su cabeza pensante creaba en los compañeros, que, de
nuevo, no sabían cómo comentarla. Cada vez más la gran simuladora se tornaba inteligente.
Había aprendido a pensar. El sacrificio necesario: así «nadie tendría coraje». A
veces, mientras el profesor hablaba, ella, intensa, nebulosa, dibujaba trazos
simétricos en el cuaderno. Si un trazo, que tenía que ser fuerte y delicado al
mismo tiempo, salía fuera del círculo imaginario en que debería caber, todo se
desmoronaría: ella se encontraba ausente, guiada por la avidez de lo ideal. A
veces, en lugar de trazos, dibujaba estrellas, estrellas, tantas y tan altas
que de ese trabajo anunciador salía exhausta, levantando una cabeza apenas
despierta.
El
regreso a casa estaba tan lleno de hambre que la impaciencia y el odio roían su
corazón. A la vuelta parecía otra ciudad: en el Largo de Lapa cientos de
personas reverberadas por el hambre parecían haber olvidado, y si se les
recordara, mostrarían los dientes. El sol delineaba a cada hombre con carbón negro.
A esa hora en que el cuidado tenía que ser mayor, ella estaba protegida por esa
especie de fealdad que el hambre acentuaba, sus rasgos oscurecidos por la
adrenalina que oscurecía la carne de los animales de caza. (…)
Caminaba
solita en la ciudad bombardeada. No, ella no estaba sola. Con los ojos fruncidos
por la incredulidad, en la lejanía de su calle, desde dentro del vapor, vio a
dos hombres. Dos muchachos viniendo. Miró en torno como si pudiese haberse equivocado
de calle o de ciudad. Sólo había equivocado los minutos: había salido de casa
antes de que la estrella y los dos hombres hubiesen tenido tiempo de
desaparecer. Su corazón se asustó. El primer impulso, frente al error, fue
rehacer para atrás los pasos dados y entrar en su casa hasta que ellos pasaran:
«¡Ellos van a mirarme, lo sé, no hay nadie más a quien ellos puedan mirar y
ellos me van a mirar mucho!». Pero cómo volver y huir si había nacido la
dificultad. Si toda su lenta preparación tenía el destino ignorado al que ella,
por culto, tenía que adherirse. ¿Cómo retroceder, y después nunca más olvidar
la vergüenza de haber esperado miserablemente detrás de una puerta? Y quizás
hasta no habría peligro. Ellos no tendrían el valor de decirle nada porque ella
pasaría con el andar duro, la boca cerrada, en su ritmo español. Con las
piernas heroicas, continuó la marcha. Cada vez que se aproximaba, ellos también
se aproximaban —entonces todos se aproximaban, la calle quedó cada vez un poco
más corta—. Los zapatos de los dos muchachos mezclaban su ruido con el de sus
propios zapatos, era horrible escuchar. Era insistente escuchar. Los zapatos
eran huecos o la acera era hueca. La piedra del suelo avisaba. Todo era un eco
y ella escuchaba, sin poder impedirlo, el silencio del cerco comunicándose por
las calles del barrio, y veía, sin poder impedirlo, que las puertas habían
permanecido muy cerradas. Hasta la estrellase retiraba ahora. En la nueva
palidez de la oscuridad, la calle quedaba entregada a los tres. Ella caminaba,
escuchaba a los hombres, ya que no podía verlos y ya que necesitaba saberlos.
Ella los oía y se sorprendía con el propio coraje de continuar. Pero no era
coraje. Era un don. Y la gran vocación para un destino. Ella avanzaba,
sufriendo al obedecer. Si consiguiera pensar en otra cosa no oiría los zapatos.
Ni lo que ellos pudieran decir. Ni el silencio con que cruzarían. Con brusca
rigidez los miró. Cuando menos lo esperaba, traicionando el voto de secreto, rápidamente
los miró. ¿Ellos sonreían? No, estaban serios. No debería haberlos visto.
Porque, viéndolos, por un instante ella arriesgaba tornarse individual, y ellos
también. Era de lo que parecía haber sido avisada: mientras ejecutase un mundo
clásico, mientras fuera impersonal, sería hija de los dioses, y asistida por lo
que tiene que ser hecho. Pero, habiendo visto lo que los ojos, al ver,
disminuyen, se había arriesgado a ser ella misma, lo que la tradición no
amparaba. Por un instante vaciló, perdido el rumbo. Pero era demasiado tarde
para retroceder. Sólo no sería muy tarde si corriera. Pero correr sería como
errar todos los pasos, y perder el ritmo que todavía la sostenía, el ritmo que
era su único talismán, el que le fuera entregado a la parte del mundo donde se
habían apagado todos los recuerdos, y como incomprensible reminiscencia había
quedado el ciego talismán, ritmo que era de su destino copiar, ejecutándolo,
para la consumación del mundo. No la suya. Si ella corriera, el orden se
alteraría. Y nunca le sería perdonado lo peor: la prisa. Aun cuando se huye,
corren detrás de uno, son cosas que se saben. Rígida, catequista, sin alterar
por un segundo la lentitud con que avanzaba, ella avanzaba. ¡Ellos van a
mirarme, lo sé! Pero intentaba, por instinto de una vida interior, no
transmitirles susto. Adivinaba lo que el miedo desencadena. Iba a ser rápido,
sin dolor. Sólo por una fracción de segundo se cruzarían, rápido, instantáneo,
por causa de la ventaja a su favor al estar ella en movimiento y venir ellos en
movimiento contrario, lo que haría que el instante se redujera a lo
esencialmente necesario —a la caída del primero de los siete misterios que eran
tan secretos que de ellos apenas quedara una sabiduría: el número siete—. Haced
que ellos no digan nada, haced que ellos sólo piensen, que pensar yo los dejo.
Iba a ser rápido, y un segundo después de la transposición ella diría maravillada,
caminando por otras y otras calles: casi no dolió. Pero lo que siguió no tuvo
explicación. Lo que siguió fueron cuatro manos difíciles, fueron cuatro manos
que no sabían lo que querían, cuatro manos equivocadas de quien no tenía la
vocación, cuatro manos que la tocaron tan inesperadamente que ella hizo la cosa
más acertada que podría haber hecho en el mundo de los movimientos: quedó
paralizada. Ellos, cuyo papel predeterminado era solamente el de pasar junto a
la oscuridad de su miedo, y entonces el primero de los siete misterios caería;
ellos, que tan sólo representarían el horizonte de un solo paso aproximado,
ellos no comprendieron la función que tenían y, con la individualidad de los
que tenían miedo, habían atacado. Fue menos de una fracción de segundo en la
calle tranquila. En una fracción de segundo la tocaron como si a ellos les
correspondieran todos los siete misterios. Que ella conservó, todos, y se tornó
más larva, y siete años más de atraso. Ella no volvió los ojos porque su cara
quedó vuelta serenamente hacia la nada. Pero por la prisa con que la ofendieron
supo que ellos tenían más miedo que ella. Tan asustados estaban que ya no se hallaban
más allí. Corrían. «Tenían miedo de que ella gritara y las puertas de las casas
se abrieran una por una», razonó, ellos no sabían que no se grita. Se quedó de
pie, escuchando con tranquila dulzura los zapatos de ellos en fuga. La acera
era hueca o los zapatos eran huecos o ella misma era hueca. En el hueco de los
zapatos de ellos oía atenta el miedo de los dos. El sonido golpeaba nítido
sobre las baldosas como si golpearan a la puerta sin parar y ella esperase que
desistieran. Tan nítida en la desnudez de la piedra que el zapateado no parecía
distanciarse: estaba allí a sus pies, como un zapateado victorioso. De pie,
ella no tenía por dónde sostenerse sino por los oídos. La sonoridad no la
desalentaba, el alejamiento le era transmitido por una celeridad cada vez más precisa
de los tacones. Los tacones no sonaban más sobre la piedra, sonaban en el aire
como castañuelas cada vez más delicadas.
Después advirtió que hacía mucho que no escuchaba ningún sonido. Y, traído de nuevo por la brisa, el silencio era una calle vacía. Hasta ese momento se había mantenido quieta, de pie en medio de la acera. Entonces, como si hubiese varias etapas de la misma inmovilidad, quedó detenida. Poco después suspiró. Y en nueva etapa se quedó parada. Después movió la cabeza, y entonces quedó más profundamente parada. Después retrocedió lentamente hasta un muro, jorobada, bien lentamente, como si tuviese un brazo fracturado, hasta que se recostó toda en el muro, donde quedó apoyada. Y entonces se mantuvo parada. No moverse es lo que importa, pensó de lejos, no moverse. Después de un tiempo probablemente se habría dicho así: ahora mueve un poco las piernas. Después de lo cual, suspiró y se quedó quieta, mirando. Aún estaba oscuro.
Después amaneció. Lentamente reunió los libros desparramados por el suelo. Más adelante estaba el cuaderno abierto. Cuando se inclinó para recogerlo, vio la letra menuda y destacada que hasta esa mañana era suya. Entonces salió. Sin saber con qué había llenado el tiempo, sino con pasos y pasos, llegó a la escuela con más de dos horas de retraso. Como no había pensado en nada, no sabía que el tiempo había transcurrido. Por la presencia del profesor de latín comprobó con una delicada sorpresa que en la clase ya habían comenzado la tercera hora. —¿Qué te ha pasado? —murmuró la chica del pupitre vecino. —¿Por qué? —Estás pálida. ¿Te pasa algo? —No —y lo dijo tan claramente que muchos compañeros la miraron. Se levantó y dijo en voz bien alta: —Con permiso. Fue hasta el baño. Y allí, ante el gran silencio de los azulejos gritó, aguda, supersónica: ¡Estoy sola en el mundo! ¡Nadie me va a ayudar nunca, nadie me va a amar nunca! ¡Estoy sola en el mundo! (…)
Después advirtió que hacía mucho que no escuchaba ningún sonido. Y, traído de nuevo por la brisa, el silencio era una calle vacía. Hasta ese momento se había mantenido quieta, de pie en medio de la acera. Entonces, como si hubiese varias etapas de la misma inmovilidad, quedó detenida. Poco después suspiró. Y en nueva etapa se quedó parada. Después movió la cabeza, y entonces quedó más profundamente parada. Después retrocedió lentamente hasta un muro, jorobada, bien lentamente, como si tuviese un brazo fracturado, hasta que se recostó toda en el muro, donde quedó apoyada. Y entonces se mantuvo parada. No moverse es lo que importa, pensó de lejos, no moverse. Después de un tiempo probablemente se habría dicho así: ahora mueve un poco las piernas. Después de lo cual, suspiró y se quedó quieta, mirando. Aún estaba oscuro.
Después amaneció. Lentamente reunió los libros desparramados por el suelo. Más adelante estaba el cuaderno abierto. Cuando se inclinó para recogerlo, vio la letra menuda y destacada que hasta esa mañana era suya. Entonces salió. Sin saber con qué había llenado el tiempo, sino con pasos y pasos, llegó a la escuela con más de dos horas de retraso. Como no había pensado en nada, no sabía que el tiempo había transcurrido. Por la presencia del profesor de latín comprobó con una delicada sorpresa que en la clase ya habían comenzado la tercera hora. —¿Qué te ha pasado? —murmuró la chica del pupitre vecino. —¿Por qué? —Estás pálida. ¿Te pasa algo? —No —y lo dijo tan claramente que muchos compañeros la miraron. Se levantó y dijo en voz bien alta: —Con permiso. Fue hasta el baño. Y allí, ante el gran silencio de los azulejos gritó, aguda, supersónica: ¡Estoy sola en el mundo! ¡Nadie me va a ayudar nunca, nadie me va a amar nunca! ¡Estoy sola en el mundo! (…)
Estaba
pálida, los trazos afinados. Las manos humedecían los cabellos, sucias de tinta
todavía del día anterior. «Debo cuidar más de mí», pensó. No sabía cómo. Y en
verdad, cada vez sabía menos cómo.
Volvió
a la banca y se quedó quieta, con su hocico. «Una persona no es nada.» «No»,
retrucó en débil protesta, «no digas eso», pensó con bondad y melancolía. «Una
persona siempre es algo», dijo por gentileza. Pero durante la cena la vida tomó
un sentido inmediato e histórico. —¡Necesito zapatos nuevos! ¡Los míos hacen
mucho ruido, una mujer no puede caminar con tacones de madera, llama mucho la
atención! ¡Nadie me da nada! ¡Nadie me da nada! —y estaba tan frenética y agónica
que nadie tuvo valor para decirle que no los tendría. Solamente dijeron: —Tú
aún no eres una mujer y los tacones son siempre de madera. Hasta que así, ella
dejó de ser mujer, sin saber por qué proceso. (...)
jueves, 10 de mayo de 2018
Literatura como crítica social
La última huelga de los basureros - de Bernardo Kordon
(Todos los cuentos, Ediciones Corregidor, Buenos Aires, 1975.)
El hecho se produjo en la mañana del 22 de diciembre. El camión Dodge unidad Nº 207 de la Dirección General de Limpieza se encontraba en plena labor por la calle Arenales. Su equipo de cuatro peones se distribuía a razón de dos hombres por acera. El vehículo estaba detenido en el centro de la calzada y este detalle provocó la protesta de Isidoro Camuso, industrial de 45 años, que conducía su Valiant chapa 597.905 de la ciudad de Buenos Aires.
Isidoro Camuso hizo sonar repetidas veces la bocina para exigir que el camión le cediera el paso. Su conductor asomó la cabeza por la cabina y echó una mirada distraída al irritado automovilista, sin mover una sola pulgada su pesado vehículo. Justamente en ese instante los recolectores transportaban los enormes tachos pertenecientes a los edificios señalados por los números 1856, 1858, 1845 y 1849 de la calle Arenales, que no cuentan con sistemas de incineración de residuos. Si hemos señalado que el conductor detuvo el camión en medio de la calzada, obstruyendo el paso al tráfico y se mostró impasible a los requerimientos del automovilista demorado, debemos por otra parte considerar algunas normas de principios laborales. En medio de la calzada el camión se mantiene a igual distancia de los peones que trabajan en cada acera, detalle de importancia cuando se considera que los tachos de basura son tan pesados como molestos de cargar. Por supuesto, nunca un conductor de camión recolector de basura explica ésta u otras razones a los automovilistas impacientes, limitándose a echarles indiferentes miradas desde una cabina que los eleva unos cuatro metros del suelo. Y no por habitual esta conducta dejó de irritar a Isidoro Camuso. A los toques de bocina agregó varios improperios y puso en marcha su automóvil, resuelto a todo.
Al finalizar el año aumentan la temperatura ambiente y la tensión nerviosa en Buenos Aires. Esto se produce en todos los niveles y en cada individuo. Los peones de limpieza aún no habían recibido el aguinaldo y corría el rumor sindical de que la administración ni siquiera contemplaba la posibilidad de pagárselo ese año. En cuanto al industrial Camuso, proyectaba entrevistarse ese mismo día con varias entidades bancarias para solicitar los créditos que le permitieran pagar los aguinaldos de los obreros que amenazaban ocupar su fábrica. Dominado por tales preocupaciones, probó una maniobra desesperada. Giró al máximo el volante, subió el cordón de la vereda con las dos ruedas laterales y de este modo logró pasar al lado del camión detenido. Pero antes de proseguir la marcha, el industrial Camuso no resistió a la tentación de cantarle algunas verdades al camionero. Asomó la cabeza por la ventanilla y gritó: –¡Basuras! ¡Tendrían que ir adentro del camión! El hombre de la cabina no tenía tiempo de reaccionar ni podía perseguirlo con su pesado camión. Todo estaba bien calculado por el irritado automovilista. Lástima que en ese instante apareció un peón que cargaba un tacho de basura sobre la cabeza. Con un leve y preciso movimiento de brazos, igual al de un basquetbolista, introdujo el repleto recipiente en el Valiant a través del ventanal trasero.
Isidoro Camuso sintió el estrépito del vidrio y de inmediato pensó: lo paga el seguro. Pero al girar la cabeza comprobó algo que escapaba a toda posibilidad de indemnización. El honor no tiene precio y el industrial se vio vejado en el símbolo de su prestigio social. Un tacho de basura desparramado en el flamante tapizado. El hedor de humillación y muerte llenó su coche y le desgarró el corazón. Detuvo el motor y saltó del coche para encarar al culpable. Éste era un hombre joven e impresionantemente musculoso El industrial no se dejó intimidar por este detalle. Lo haría arrestar. Iba a enseñarle a ese animal. Aunque le costara la mañana entera o todo el día. Pero el tipo que le arrojó el tacho de basura se mostró increíblemente astuto.
Agrandó los ojos con gestos de inocencia y abrió los brazos para deplorar:
–Perdone, don. Se resbaló el tacho. ¡Qué macana! –Llamó a sus compañeros:
–¡Vengan muchachos, que aquí pasó un accidente! –Camuso se vio rodeado de cuatro gigantes con ojos resueltos y bocas sarcásticas. Sintió tanto pavor como odio. Volvió a meterse en su coche, pero las carcajadas de esos hombres fueron tan insoportables como si le inyectaran un ácido en el cerebro. Retiró el revólver de la guantera y nuevamente salió del coche para encarar a los peones. Disparó al que le había tirado el tacho. Lo vio caer como si resbalara en el suelo y después nada más. Isidoro Camuso fue derribado y pisoteado. Le machacaron la cabeza con un tacho de basura. Después subieron al joven herido en la cabina y arrojaron el cuerpo de Camuso en la caja trasera. El conductor hizo funcionar la paleta prensadora y el camión basurero engulló al industrial Camuso.
La policía fue alertada. Un radio patrulla desembocó a toda velocidad por la avenida Belgrano y persiguió al camión basurero que huía hacia el sur por la calle Combate de los Pozos. A la altura de la avenida Independencia los policías lograron adelantarse al camión. En el cruce de la avenida San Juan el auto patrullero se atravesó para cortarle el paso, pero el camión ni siquiera aminoró su velocidad. Los testigos declararon que, en vez de frenar, el Dodge aceleró para embestir con mayor fuerza al coche policial. De sus planchas retorcidas se retiraron tres cadáveres y un herido grave. El camión siguió corriendo rumbo al sur, y otros patrulleros fueron lanzados en su persecución. Dos coches policiales lograron alcanzar el camión en fuga y abrieron fuego con pistolas y metralletas. Se produjeron cuatro muertos (entre los transeúntes), pero protegido por su estructura de acero el camión prosiguió su carrera. Se extendió entonces el rumor que por razones políticas y sindicales había orden de detener o balear a todos los basureros. Inmediatamente la noticia fue divulgada por una radio uruguaya y todos los camiones recolectores de basura que se encontraban en las calles de Buenos Aires se dirigieron apresuradamente hacia los basurales del sur. Veinte, cincuenta, trescientos camiones basureros llegaron de toda la ciudad. Llenando el ancho de la avenida Alcorta se hicieron fuertes en el estadio del Club Huracán, en los basurales vecinos y alrededor del gasómetro que eleva su mole sombría en el barrio Patricios. Ya los patrulleros no se animaron a acercarse a los camioneros, que se mantenían en formación de combate, con los motores en marcha y dispuestos a embestir con sus poderosos blindajes, mientras una reunión de delegados obreros de la Dirección General de Limpieza declaraba que el gremio fue injustamente baleado, primero por un oligarca y después por la policía, resolviendo en consecuencia la huelga por tiempo indeterminado. Reunidas a su vez las autoridades municipales, se escuchó al Intendente. Guiñando el ojo en dirección a los representantes de la prensa aseguró que lo más inteligente es dejar pasar estos días de fiesta y mientras tanto “que se pudra la huelga”.
Transcurrieron los días de año nuevo, que como es sabido en Buenos Aires se festejan comiendo a rajacincha. En todas las esquinas se levantaron montículos con las sobras de las fiestas. Se ordenó encenderles fuego, pero resultaron fogatas fallidas, que en vez de arder arrojaron un espeso humo rastrero que apestó peor que los residuos. Revelose así la calidad indestructible de la basura de Buenos Aires, como también su curiosa propiedad de aumentar en proporción geométrica. Entonces las alarmadas autoridades municipales corrieron a consultar a las Fuerzas Armadas. El ejército se negó a recoger la basura por estimar que eso era labor exclusiva de los civiles. Además, era del conocimiento público que se preparaba un golpe militar para los próximos meses: no era pues el momento indicado para adelantarse a sacar las tropas a la calle y menos en una tarea tan fatigosa como denigrante. Invitado a bombardear el reducto de basureros facciosos, el Comandante de las Fuerzas Aéreas hizo saber que la espesa humareda que cubría la ciudad imposibilitaba cualquier acción por el aire. En cuanto a los señores oficiales de la Marina de Guerra se encontraban de vacaciones en distintos balnearios y estancias del país.
A falta de fuerzas, las autoridades se vieron obligadas a recurrir a las leyes. Un decreto prohibió arrojar la basura en la puerta de calle, bajo pena de cárcel no redimible por multa. Pocas ocasiones hubo de aplicar esa ley, pues nadie arrojaba la basura frente a su casa, prefiriéndose siempre la puerta del vecino. La promulgación de medidas más rigurosas apenas si provocó una insólita consecuencia comercial: en pocos días se agotaron en los negocios los papeles floreados y las cintas de colores y demás artículos que sirven para envolver regalos. Todo el mundo salía de sus casas con cara de fiesta, cargando paquetes coquetos y canastillos primorosos. Invariablemente el contenido era el mismo: basura (enviada anónimamente o con nombres supuestos a amigos o familiares). En verdad nadie se quedaba con su propia basura, en cambio todos chapaleaban en la basura ajena. Ocurrió pues al revés de lo calculado por el Intendente: no fue la huelga sino la ciudad entera la que comenzó a podrirse. Resolviose entonces enviar a un funcionario a parlamentar con los basureros en huelga. A su vuelta aportó noticias nada tranquilizadoras. Los basureros ya no se consideraban tales. La zona ocupada por los huelguistas relucía de pura limpieza. En vez de ser como antes un basural en medio de la ciudad era una zona aséptica en medio del inmenso basural. Eran tantos los peones de limpieza congregados en ese sector, que la consciente aplicación de su profesión apenas les demandaba una hora al día. El resto del tiempo lo ocupaban en reflexionar.
–¿Quiere decir que ya se encuentran camino del arrepentimiento? –se ilusionó el intendente.
–No lo parecen –respondió apenado el delegado.
–¿Informó a los huelguistas sobre el estado de la ciudad?
–Se mostraron poco sorprendidos. Dicen que ya habían observado en su trabajo que cada día la basura producía más basura, demasiada basura, y solamente basura. Ahora se niegan a recogerla. Dicen que ya es demasiado tarde.
–Nous sommees foutues –exclamó el Secretario de Cultura, y luego de adjudicarse el Gran Premio de Poesía desapareció del Palacio, sumando a tantos males el desamparo espiritual de la comuna.
Después de tanta acumulación las montañas de residuos comenzaron a desmoronarse. Avanzaron por las calles como un aluvión, convirtiendo en basura todo aquello que atrapaban en su marcha, así fuese monumento, semáforo, transeúnte, inspector o cualquier otro objeto municipal. Los pobladores de Buenos Aires prefirieron no salir de sus casas, y si bien esto mereció largas y laudatorias editoriales sobre la recuperación de las sanas tradiciones hogareñas, la verdad es que desde entonces la basura comenzó a crecer tanto en los interiores como en las calles. Ambas corrientes se unían en puertas y ventanas con un siniestro sonido de deglución. Este beso de la basura anticipaba nuevos y crecientes ciclos de reproducción. Se prohibió la impresión de diarios y revistas, por entenderse que el papel impreso constituye siempre la parte más abultada de la basura, sin contar que como ya hemos visto servía de envoltorio y disimulo para el contrabando de residuos. Esta restricción a la libertad de prensa produjo una conmoción internacional y los telegramas de protestas del S.I.P. significaron toneladas de papeles que casi cubrieron el Palacio Municipal.
Fue cuando apareció ese viejo apenas cubierto con una sábana andrajosa. El vagabundo o profeta se empinó en lo alto de esa humeante montaña de basura y señaló hacia el oeste. Nunca se supo lo que dijo (en caso de haber dicho algo), pero entonces se formó una larga fila de retirantes que abandonaban la ciudad. Los encumbrados funcionarios que en señal de protesta se quemaron vivos (a la usanza de los bonzos vietnamitas) no lograron otra cosa que enriquecer con sus cadáveres la variedad de residuos y hedores, pero sin lograr detener con tales gestos el éxodo de los contribuyentes municipales.
Cuando en las afueras de la ciudad la caravana desfilaba frente a las torres radiotelefónicas, escucharon la última información oficial: “En plena etapa de recuperación económica, la población de la capital se ha lanzado alegremente en viaje de merecidas vacaciones...” –La voz del locutor se quebró y finalmente se produjo un penoso silencio en el instante que la basura cubrió totalmente las torres de transmisión. Mareas viscosas confluían para volver a unirse en la vuelta redonda de la serpiente que se devora a sí misma. Sin comienzo ni fin brotaba la materia fundamental de la galaxia y el colibrí: trémula fuerza fosforescente sin pesantez engulló a la caravana de fugitivos y fue borrando el recuerdo de la ciudad. Y una llanura pura y desolada –tal como la soñaron los basureros en huelga– quedó a la espera de una nueva fundación de Buenos Aires.
martes, 17 de abril de 2018
Literatura y contexto histórico
Infierno grande, de
Guillermo Martínez
Muchas veces, cuando
el almacén está vacío y sólo se escucha el zumbido de las moscas, me acuerdo
del muchacho aquel que nunca supimos cómo se llamaba y que nadie en el pueblo
volvió a mencionar. Por alguna razón que
no alcanzo a explicar lo imagino siempre como la primera vez que lo vimos, con
la ropa polvorienta, la barba crecida y, sobre todo, con aquella melena larga
y desprolija que le caía casi hasta los ojos. Era recién el principio de la
primavera y por eso, cuando entró al almacén, yo supuse que sería un mochilero
de paso al sur. Compró latas de conserva y yerba, o café; mientras le hacía la
cuenta se miró en el reflejo de la vidriera, se apartó el pelo de la frente, y
me preguntó por una peluquería.
Dos peluquerías había entonces en Puente
Viejo; pienso ahora que si hubiera ido a lo del viejo Melchor quizá nunca se
hubiera encontrado con la
Francesa y nadie habría murmurado. Pero bueno, la peluquería
de Melchor estaba en la otra punta del pueblo y de todos modos no creo que
pudiera evitarse lo que sucedió.
La cuestión es que lo mandé a la peluquería
de Cervino y parece que mientras Cervino le cortaba el pelo se asomó la Francesa. Y la Francesa miró al muchacho
como miraba ella a los hombres. Ahí fue que empezó el maldito asunto, porque el
muchacho se quedó en el pueblo y todos pensamos lo mismo: que se quedaba por
ella.
No hacía un año que Cervino y su mujer se
habían establecido en Puente Viejo y era muy poco lo que sabíamos de ellos. No
se daban con nadie, como solía comentarse con rencor en el pueblo. En realidad,
en el caso del pobre Cervino era sólo timidez, pero quizá la Francesa fuera, sí, un
poco arrogante. Venían de la ciudad, habían llegado el verano anterior, al
comienzo de la temporada, y recuerdo que cuando Cervino inauguró su peluquería
yo pensé que pronto arruinaría al viejo Melchor, porque Cervino tenía diploma
de peluquero y premio en un concurso de corte a la navaja, tenía tijera
eléctrica, secador de pelo y sillón giratorio, y le echaba a uno savia vegetal
en el pelo y hasta spray si no se lo frenaba a tiempo. Además, en la peluquería
de Cervino estaba siempre el último El Gráfico en el revistero. Y
estaba, sobre todo, la
Francesa.
Nunca supe muy bien por qué le decían la Francesa y nunca tampoco
quise averiguarlo: me hubiera desilusionado enterarme, por ejemplo, de que la Francesa había nacido en
Bahía Blanca o, peor todavía, en un pueblo como éste. Fuera como fuese, yo no
había conocido hasta entonces una mujer como aquélla. Tal vez era simplemente
que no usaba corpiño y que hasta en invierno podía uno darse cuenta de que no
llevaba nada debajo del pulóver. Tal vez era esa costumbre suya de aparecerse
apenas vestida en el salón de la peluquería y pintarse largamente frente al
espejo, delante de todos. Pero no, había en la Francesa algo todavía
más inquietante que ese cuerpo al que siempre parecía estorbarle la ropa, más
perturbador que la hondura de su escote. Era algo que estaba en su mirada.
Miraba a los ojos, fijamente, hasta que uno bajaba la vista. Una mirada
incitante, promisoria, pero que venía ya con un brillo de burla, como si la Francesa nos estuviera
poniendo a prueba y supiera de antemano que nadie se le animaría, como si ya
tuviera decidido que ninguno en el pueblo era hombre a su medida. Así, con los
ojos provocaba y
con los ojos, desdeñosa, se quitaba. Y
todo delante de Cervino, que parecía no advertir nada, que se afanaba en
silencio sobre las nucas, haciendo sonar cada tanto sus tijeras en el aire.
Sí, la Francesa fue al principio la mejor publicidad
para Cervino y su peluquería estuvo muy concurrida durante los primeros meses.
Sin embargo, yo me había equivocado con Melchor. El viejo no era tonto y poco a
poco fue recuperando su clientela: consiguió de alguna forma revistas pornográficas,
que por esa época los militares habían prohibido, y después, cuando llegó el
Mundial, juntó todos sus ahorros y compró un televisor color, que fue el
primero del pueblo. Entonces empezó a decir a quien quisiera escucharlo que en
Puente Viejo había una y sólo una peluquería de hombres: la de Cervino era para
maricas. Con todo, creo yo que si hubo muchos que volvieron a la peluquería de
Melchor fue, otra vez, a causa de la
Fran cesa: no hay hombre que soporte durante mucho tiempo la
burla o la humillación de una mujer.
Como decía, el muchacho se quedó en el
pueblo. Acampaba en las afueras, detrás de los médanos, cerca de la casona de
la viuda de Espinosa. Al almacén venía muy poco; hacía compras grandes, para quince
días o para el mes entero, pero en cambio iba todas las semanas a la
peluquería. Y como costaba creer que fuera solamente a leer El Gráfico, la
gente empezó a compadecer a Cervino. Porque así fue, al principio todos
compadecían a Cervino. En verdad, resultaba fácil apiadarse de él: tenía cierto
aire inocente de querubín y la sonrisa pronta, como suele suceder con los
tímidos. Era extremadamente callado y en ocasiones parecía sumirse en un mundo
intrincado y remoto: se le perdía la mirada y pasaba largo rato afilando la
navaja, o hacía chasquear interminablemente las tijeras y había que toser para
retornarlo. Alguna vez, también, yo lo había sorprendido por el espejo
contemplando a la Francesa
con una pasión muda y reconcentrada, como si ni él mismo pudiese creer que
semejante hembra fuera su esposa. Y realmente daba lástima esa mirada devota,
sin sombra de sospechas.
Por otro lado, resultaba igualmente fácil
condenar a la Francesa ,
sobre todo para las casadas y casaderas del pueblo, que desde siempre habían
hecho causa común contra sus temibles escotes. Pero también muchos hombres estaban
resentidos con la Francesa :
en primer lugar, los que tenían fama de gallos en Puente Viejo, como el ruso
Nielsen, hombres que no estaban acostumbrados al desprecio y mucho menos a la
sorna de una mujer.
Y sea porque se había acabado el Mundial y no
había de qué hablar, sea porque en el pueblo venían faltando los escándalos,
todas las conversaciones desembocaban en las andanzas del muchacho y la Francesa. Detrás
del mostrador yo escuchaba una y otra vez las mismas cosas: lo que había visto
Nielsen una noche en la playa, era una noche fría y sin embargo los dos se
desnudaron y debían estar drogados porque hicieron algo que Nielsen ni entre
hombres terminaba de contar; lo que decía la viuda de Espinosa: que desde su
ventana siempre escuchaba risas y gemidos en la carpa del muchacho, los ruidos
inconfundibles de dos que se revuelcan juntos; lo que contaba el mayor de los
Vidal, que en la peluquería, delante de él y en las narices de Cervino... En
fin, quién sabe cuánto habría de cierto en todas aquellas habladurías.
Un día nos dimos cuenta de que el muchacho y la Fran cesa habían
desaparecido. Quiero decir, al muchacho no lo veíamos más y tampoco aparecía la Francesa , ni en la peluquería
ni en el camino a la playa, por donde solía pasear. Lo primero que pensamos
todos es que se habían ido juntos y tal vez porque las fugas tienen siempre
algo de romántico, o tal vez porque el peligro ya estaba lejos, las mujeres
parecían dispuestas ahora a perdonar a la Francesa : era evidente que en ese matrimonio algo
fallaba, decían; Cervino era demasiado viejo para ella y por otro lado el
muchacho era tan buen mozo... y comentaban entre sí con risitas de complicidad
que quizás ellas hubieran hecho lo mismo.
Pero una tarde que se conversaba de nuevo
sobre el asunto estaba en el almacén la viuda de Espinosa y la viuda dijo con
voz de misterio que a su entender algo peor había ocurrido; el muchacho aquel,
como todos sabíamos, había acampado cerca de su casa y, aunque ella tampoco lo
había vuelto a ver, la carpa todavía estaba allí; y le parecía muy extraño
-repetía aquello, muy extraño- que se hubieran ido sin llevar la carpa.
Alguien dijo que tal vez debería avisarse al comisario y entonces la viuda
murmuró que sería conveniente vigilar también a Cervino. Recuerdo que yo me
enfurecí pero no sabía muy bien cómo responderle: tengo por norma no discutir
con los clientes.
Empecé a decir débilmente que no se podía
acusar a nadie sin pruebas, que para mí era imposible que Cervino, que
justamente Cervino... Pero aquí la viuda me interrumpió: era bien sabido que
los tímidos, los introvertidos, cuando están fuera de sí son los más
peligrosos.
Estábamos todavía dando vueltas sobre lo
mismo, cuando Cervino apareció en la puerta. Hubo un gran silencio; debió
advertir que hablábamos de él porque todos trataban de mirar hacia otro lado.
Yo pude observar cómo enrojecía y me pareció más que nunca un chico indefenso,
que no había sabido crecer. Cuando hizo el pedido noté que llevaba poca comida
y que no había comprado yoghurt. Mientras pagaba, la viuda le preguntó
bruscamente por la Francesa.
Cervino enrojeció otra vez, pero ahora
lentamente, como si se sintiera honrado con tanta solicitud. Dijo que su mujer
había viajado a la ciudad para cuidar al padre, que estaba muy enfermo, pero
que pronto volvería, tal vez en una semana. Cuando terminó de hablar había en
todas las caras una expresión curiosa, que me costó identificar: era desencanto.
Sin embargo, apenas se fue Cervino, la viuda volvió a la carga. A ella, decía,
no la había engañado ese farsante, nunca más veríamos a la pobre mujer. Y
repetía por lo bajo que había un asesino suelto en Puente Viejo y que
cualquiera podía ser la próxima víctima.
Transcurrió una semana, transcurrió un mes
entero y la Francesa
no volvía. Al muchacho tampoco se lo había vuelto a ver. Los chicos del pueblo
empezaron a jugar a los indios en la carpa abandonada y Puente Viejo se
dividió en dos bandos: los que estaban convencidos de que Cervino era un
criminal y los que todavía esperábamos que la Fran cesa regresara, que éramos cada vez menos.
Se escuchaba decir que Cervino había degollado al muchacho con la navaja,
mientras le cortaba el pelo, y las madres les prohibían a los chicos que
jugaran en la cuadra de la peluquería y les rogaban a sus esposos que volvieran
con Melchor.
Sin embargo, aunque parezca extraño, Cervino
no se quedó por completo sin clientes: los muchachos del pueblo se desafiaban
unos a otros a sentarse en el fatídico sillón del peluquero para pedir el
corte a la navaja, y empezó a ser prueba de hombría llevar el pelo batido y
con spray.
Cuando le preguntábamos por la Francesa , Cervino repetía
la historia del suegro enfermo, que ya no sonaba tan verdadera. Mucha gente
dejó de saludarlo y supimos que la viuda de Espinosa había hablado con el
comisario para que lo detuviese. Pero el comisario había dicho que mientras no
aparecieran los cuerpos nada podía hacerse.
En el pueblo se empezó entonces a conjeturar
sobre los cadáveres: unos decían que Cervino los había enterrado en su patio;
otros, que los había cortado en tiras para arrojarlos al mar, y así Cervino se
iba convirtiendo en un ser cada vez más monstruoso.
Yo escuchaba en el almacén hablar todo el
tiempo de lo mismo y empecé a sentir un temor supersticioso, el presentimiento
de que en aquellas interminables discusiones se iba incubando una desgracia. La
viuda de Espinosa, por su parte, parecía haber enloquecido. Andaba abriendo
pozos por todos lados con una ridícula palita de playa, vociferando que ella
no descansaría hasta encontrar los cadáveres.
Y un día los encontró. Fue una tarde a
principios de noviembre. La viuda entró en el almacén preguntándome si tenía palas;
y dijo en voz bien alta, para que todos la escucharan, que la mandaba el
comisario a buscar palas y voluntarios para cavar en los médanos, detrás del
puente. Después, dejando caer lentamente las palabras, dijo que había visto
allí, con sus propios ojos, un perro que devoraba una mano humana. Me estremecí;
de pronto todo era verdad y mientras buscaba en el depósito las palas y cerraba
el almacén seguía escuchando, aún sin poder creerlo, la conversación
entrecortada de horror, perro, mano, mano humana.
La viuda encabezó la marcha, airosa. Yo iba
último, cargando las palas. Miraba a los demás y veía las mismas caras de
siempre, la gente que compraba en el almacén yerba y fideos. Miraba a mi
alrededor y nada había cambiado, ningún súbito vendaval, ningún desacostumbrado
silencio. Era una tarde como cualquier otra, a la hora inútil en que se despierta
de la siesta. Abajo se iban alineando las casas, cada vez más pequeñas, y hasta
el mar, distante, parecía pueblerino, sin acechanzas. Por un momento me pareció
comprender de dónde provenía aquella sensación de incredulidad: no podía estar
sucediendo algo así, no en Puente Viejo.
Cuando
llegamos a los médanos el comisario no había encontrado nada aún. Estaba
cavando con el torso desnudo y la pala subía y bajaba sin sobresaltos. Nos
señaló vagamente entorno y yo distribuí las palas y hundí la mía en el sitio
que me preció más inofensivo. Durante un largo rato sólo se escuchó el seco
vaivén del metal embistiendo la tierra. Yo le iba perdiendo el miedo a la pala
y estaba pensando que tal vez la viuda se había confundido, que quizá no fuera
cierto, cuando oímos un alboroto de ladridos. Era el perro que había visto la
viuda, un pobre animal raquítico que se desesperaba alrededor de nosotros. El
comisario quiso espantarlo a cascotazos pero el perro volvía y volvía y en un
momento pareció que iba a saltarle encima. Entonces nos dimos cuenta de que
era ése el lugar, el comisario volvió a cavar, cada vez más rápido, era
contagioso aquel frenesí; las palas se precipitaron todas juntas y de pronto el
comisario gritó que había dado con algo; escarbó un poco más y apareció el
primer cadáver.
Los demás apenas le echaron un vistazo y
volvieron enseguida a las palas, casi con entusiasmo, a buscar a la Fran cesa, pero yo me acerqué
y me obligué a mirarlo con detenimiento. Tenía un agujero negro en la frente y
tierra en los ojos. No era el muchacho.
Me di vuelta, para advertirle al comisario, y
fue como si me adentrara en una pesadilla: todos estaban encontrando cadáveres,
era como si brotaran de la tierra, a cada golpe de pala rodaba una cabeza o
quedaba al descubierto un torso mutilado. Por donde se mirara muertos y más
muertos, cabezas, cabezas.
El horror me hacía deambular de un lado a
otro; no podía pensar, no podía entender, hasta que vi una espalda acribillada
y más allá una cabeza con venda en los ojos. Miré al comisario y el
comisario también sabía. Nos ordenó que nos quedáramos allí, que nadie se
moviera, y volvió al pueblo, a pedir instrucciones.
Del tiempo que transcurrió hasta su regreso
sólo recuerdo el ladrido incesante del perro, el olor a muerto y la figura de
la viuda hurgando con su palita entre los cadáveres, gritándonos que había que
seguir, que todavía no había aparecido la Francesa. Cuando
el comisario volvió caminaba erguido y solemne, como quien se apresta a dar
órdenes. Se plantó delante de nosotros y nos mandó que enterrásemos de nuevo
los cadáveres, tal como estaban. Todos volvimos a las palas, nadie se atrevió
a decir nada. Mientras la tierra iba cubriendo los cuerpos yo me preguntaba si
el muchacho no estaría también allí. El perro ladraba y saltaba enloquecido.
Entonces vimos al comisario con la rodilla en tierra y el arma entre las manos.
Disparó una sola vez. El perro cayó muerto. Dio luego dos pasos con el arma
todavía en la mano y lo pateó hacia adelante, para que también lo enterrásemos.
Antes de volver nos ordenó que no hablásemos
con nadie de aquello y anotó uno por uno los nombres de los que habíamos
estado allí.
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