lunes, 10 de junio de 2019
domingo, 9 de junio de 2019
viernes, 7 de junio de 2019
Canciones que despiertan
PAREN DE
MATARNOS (Miss
Bolivia)
Salí para el
trabajo y no fui
salí para la
escuela y no llegué
salí del
baile y me perdí
de pronto me
desdibujé
Mis amigos me
buscan por ahí
los vecinos
pegaron un cartel
en los postes
de luz de la cuadra
en la calle,
en el subte, en el tren
Me busca mi
hermano, me busca mi madre
perdieron
contacto ayer a la tarde
vino la tele,
habló mi padre
la red
explota, y el twitter arde
Si tocan a
una nos tocan a todas
el femicidio
se puso de moda
el juez de
turno, se fue a una boda
la policía
participa en la joda
Y así va la
historia de la humanidad
que es la
historia de la enfermedad
ay carajo qué
mal que estamos, los humanos
loco, paren
de matar
Y ahora dicen
que desaparecí
porque andaba
sola por ahí
se la pasan
culpándome a mí
Me dijeron
que diga que sí
Me mataron
desde que nací
Me enseñaron
a ser una esclava lava y lava y a parir
De sol a sol
de la noche a la mañana
me matan y
mueren todas mis hermanas
nos duele el
cuerpo y las entrañas
no quiero que
me toques chabón no tengo ganas
Me matan y se
infecta la raza humana
le temen al
poder que de nuestros ovarios emanan
soy esta
herida que se pudre y no sana
Me matan y
conmigo se muere mi mama
Y así va la
historia de la humanidad
que es la
historia de la enfermedad
ay carajo que
mal que estamos, los humanos, loco
Paren de
matar
Ni una menos
Vivas nos
queremos
Reflexiones sobre violencia de Género a partir de la consigna "Ni una menos"
Reflexión “Ni una menos”, por Juan Solá.
Cuando voy por la calle y camino detrás
de vos me pongo nervioso porque sé que no te gusta darte cuenta que llevás un
tipo en la espalda. Me alejo, trato de pasarte
rápido, lo más rápido posible, para que sepas que no hay razón para asustarse, que
soy inofensivo, que vengo con los ojos hundidos en alguna imagen que nada tiene
que ver con la tuya.
Cuando el subte se llena y te apretás a
mi lado me da miedo rozarte la falda con mis dedos, torpes y distraidos.
Entonces, pongo las manos en los bolsillos y viajo así, como diminuto, o tal
vez como disminuido del susto, retorciendo el cuerpo para acomodarme en el
frasco como se retuerce la arena adentro de uno de esos souvenirs de ciudad
balnearia.
Cuando te veo venir de frente, llevo la
mirada a la vereda y espero así hasta que cruces. Te percibo por el rabillo del
ojo, como escapando, consciente de que a lo mejor suspirarás con alivio porque
no me escuchaste comentar cuán corta es tu falda o cuán grandes son mi ganas de
que tu feminidad bastardeada me haga macho.
Cuando la ciudad es muy grande y se me
ha perdido una calle y te veo ahí, de pie, esperando el colectivo, me acerco
pisando fuerte las baldosas flojas para que notes mi presencia. Te pregunto de
lejos, levantando la voz, si sabés cuál es Curapaligüe. Nunca me aproximo
demasiado por miedo a tu miedo. Y vos me respondés que no, que ni idea, y no
disimulás esas ganas desconfiadas de ver cómo me alejo por Rivadavia hasta
perderme de vista.
Cuando subís al colectivo a las dos de
la mañana y somos sólo hombres los que viajamos yo te veo poner los ojos en el
piso porque no querés cruzarlos con la mirada lasciva de nadie, después de
haber laburado tantas horas, con este frío que se roba un poquito la esperanza.
Las calles que para mí son venas de
cemento para vos son el campo de una batalla eterna por llegar a casa a salvo.
Los auriculares que separan mis pensamientos del mundo, para vos son escudo
entre tu cuerpo y sus silbidos (...) Pero yo no soy cómplice, te lo prometo.
A veces escucho que alguno te grita algo
y lo miro con impaciencia. Casi siempre son más grandotes que yo y de seguro me
cagarían a trompadas, pero si se te vinieran encima igual te defendería. Yo y
muchos otros, en serio.
Porque no estás sola. Porque nosotros
entendemos que tu libertad ficticia es nuestra libertad incompleta y que si no
somos iguales no es porque no querramos, sino porque no nos dejan.
Vení, caminá conmigo, vamos a tomar las
calles juntos para que el mensaje reverbere en los rincones de esta ciudad
adormecida por el hedor del prejuicio, silenciada por la comodidad de la
sumisión a la que te han condenado, conforme con la ficción de cine de terror,
donde las rubias siempre son ingenuas y las negras siempre mueren primero.
Vení, caminá conmigo, uno al lado del
otro, para que cuando me toque ir detrás de vos no me pienses amenaza, sino
compañero.
Lectura y debate. Literatura y sociedad: Violencia de Género
Preciosidad
(de Clarice Lispector)
Por
la mañana, temprano, siempre era la misma cosa renovada: despertar. Lo que era
lento, extendido, vasto. Ampliamente abría los ojos. Tenía quince años y se
sentía sola. Le hicieron creer que no era bonita. Pero por dentro de su
delgadez existía la amplitud casi majestuosa en que se movía como dentro de una
meditación. Y dentro de la nebulosidad, algo precioso. Que no se desperezaba,
que no se comprometía, no se contaminaba. Que era inmenso como una joya. Ella. Despertaba
antes que todos, ya que para ir a la escuela tendría que tomar un autobús y un
tranvía, lo que le llevaría una hora. De devaneo agudo como un crimen. El
viento de la mañana violentando la ventana y el rostro hasta que los labios se
ponían duros, helados. Entonces ella sonreía. Como si sonreír fuese en sí un
objetivo. Todo eso sucedería si tuviese la suerte de que «nadie mirara, la
mirara». Cuando se levantaba de madrugada —ya superado el momento dilatado en
que se desenredaba toda — se vestía corriendo, se mentía a sí misma que no
tenía tiempo de bañarse y la familia adormecida jamás adivinó qué pocos baños
tomaba. Bajo la luz encendida del comedor bebía el café que la doncella, rascándose
en la oscuridad de la cocina, había recalentado. Apenas si tocó el pan que la
mantequilla no conseguía ablandar. Con la boca fresca por el desayuno, los
libros debajo del brazo, por fin abría la puerta, trasponía la tibieza insulsa
de la casa escurriéndose hacia la helada fruición de la mañana. Después ya no
se apresuraba más. Tenía que atravesar la ancha calle desierta hasta alcanzar
la avenida, al final de la cual un autobús emergería vacilando dentro de la
niebla, con las luces de la noche todavía encendidas en el farol. Al viento de
junio, el acto misterioso, autoritario y perfecto de erguir el brazo —y ya de
lejos el autobús trémulo comenzaba a deformarse obedeciendo a la arrogancia de
su cuerpo, representante de un poder supremo, de lejos el autobús comenzaba a
tornarse incierto y lento, lento y avanzando, cada vez más concreto— hasta
detener su rostro en humo y calor, en calor y humo. Entonces subía, sería como
una misionera a causa de los obreros del autobús que «podrían decirle alguna
cosa». Aquellos hombres que ya no eran jóvenes. Aunque también de los jóvenes tenía
miedo, miedo también de los chicos. Miedo de que «le dijesen alguna cosa», de
que la mirasen mucho. En la gravedad de la boca cerrada había una gran súplica:
que la respetaran. Más que eso. Como si hubiese prestado voto, estaba obligada
a ser venerada y, mientras por dentro el corazón golpeaba con miedo, también
ella se veneraba, ella era la depositaría de un ritmo. Si la miraban se quedaba
rígida y dolorosa. Lo que la salvaba era que los hombres no la veían. Aunque
alguna cosa en ella, a medida que dieciséis años se aproximaban en humo y
calor, alguna cosa estuviera intensamente sorprendida, y eso sorprendiera a
algunos hombres. Como si alguien les hubiese tocado el hombro. Una sombra tal
vez. En el suelo la enorme sombra de una muchacha sin hombre, elemento
cristalizable e incierto que formaba parte de la monótona geometría de las
grandes ceremonias públicas. Como si les hubieran tocado el hombro. Ellos
miraban y no la veían. Ella hacía más sombra que lo que existía. En el autobús
los obreros se comportaban silenciosamente con la tartera en la mano, el sueño todavía
en el rostro. Ella sentía vergüenza de no confiar en ellos, que estaban
cansados. Pero hasta que conseguía olvidarlos existía la incomodidad. Es que
ellos «sabían». Y como también ella sabía, de ahí la incomodidad. Todos sabían
lo mismo. También su padre sabía. Un viejo pidiendo limosna sabía. La riqueza
distribuida, y el silencio. Después, con paso de soldado, cruzaba —incólume— el
Largo de Lapa, donde ya era de día. En ese momento, la batalla estaba casi
ganada. Escogía en el tranvía un asiento, vacío si era posible, o, si tenía suerte,
se sentaba al lado de alguna segura mujer con un atado de ropa sobre su regazo,
por ejemplo, y erala primera tregua. Todavía tendría que enfrentar en la escuela
el ancho corredor donde los compañeros estarían de pie conversando, y donde los
tacones de sus zapatos hacían un ruido que las piernas tensas no podían
contener, como si ella quisiera inútilmente hacer que se detuviera un corazón,
eran zapatos con baile propio. Se hacía un vago silencio entre los muchachos
que quizá sintieran, bajo su disfraz, que ella era una de las devotas. Pasaba
entre las filas de los compañeros creciendo, y ellos no sabían qué pensar ni
cómo comentarla. Era feo el ruido de sus zapatos. Con tacones de madera rompía
su propio secreto. Si el corredor se hubiese extendido un poco más, ella
olvidaría su destino y correría tapándose los oídos con las manos. Solamente
usaba zapatos duraderos. Como si todavía fueran los mismos que le habían calzado
con solemnidad el día que naciera. Cruzaba el corredor interminable como el
silencio de una trinchera, y había algo tan feroz en su rostro —y también
soberbio a causa de su sombra— que nadie le decía nada. Prohibitiva, ella les
impedía pensar. Hasta que llegaba finalmente al aula. Donde repentinamente todo
se tornaba sin importancia y más rápido y leve, donde su rostro tenía algunas
pecas, los cabellos caían sobre los ojos, y donde ella era tratada como un
muchacho. Donde era inteligente. La astuta profesión. Parecía haber estudiado
en casa. Su curiosidad le informaba algo más que de respuestas. Adivinaba,
sintiendo en la boca el gusto cítrico de los dolores heroicos, adivinaba la
repulsión fascinante que su cabeza pensante creaba en los compañeros, que, de
nuevo, no sabían cómo comentarla. Cada vez más la gran simuladora se tornaba inteligente.
Había aprendido a pensar. El sacrificio necesario: así «nadie tendría coraje». A
veces, mientras el profesor hablaba, ella, intensa, nebulosa, dibujaba trazos
simétricos en el cuaderno. Si un trazo, que tenía que ser fuerte y delicado al
mismo tiempo, salía fuera del círculo imaginario en que debería caber, todo se
desmoronaría: ella se encontraba ausente, guiada por la avidez de lo ideal. A
veces, en lugar de trazos, dibujaba estrellas, estrellas, tantas y tan altas
que de ese trabajo anunciador salía exhausta, levantando una cabeza apenas
despierta.
El
regreso a casa estaba tan lleno de hambre que la impaciencia y el odio roían su
corazón. A la vuelta parecía otra ciudad: en el Largo de Lapa cientos de
personas reverberadas por el hambre parecían haber olvidado, y si se les
recordara, mostrarían los dientes. El sol delineaba a cada hombre con carbón negro.
A esa hora en que el cuidado tenía que ser mayor, ella estaba protegida por esa
especie de fealdad que el hambre acentuaba, sus rasgos oscurecidos por la
adrenalina que oscurecía la carne de los animales de caza. (…)
Caminaba
solita en la ciudad bombardeada. No, ella no estaba sola. Con los ojos fruncidos
por la incredulidad, en la lejanía de su calle, desde dentro del vapor, vio a
dos hombres. Dos muchachos viniendo. Miró en torno como si pudiese haberse equivocado
de calle o de ciudad. Sólo había equivocado los minutos: había salido de casa
antes de que la estrella y los dos hombres hubiesen tenido tiempo de
desaparecer. Su corazón se asustó. El primer impulso, frente al error, fue
rehacer para atrás los pasos dados y entrar en su casa hasta que ellos pasaran:
«¡Ellos van a mirarme, lo sé, no hay nadie más a quien ellos puedan mirar y
ellos me van a mirar mucho!». Pero cómo volver y huir si había nacido la
dificultad. Si toda su lenta preparación tenía el destino ignorado al que ella,
por culto, tenía que adherirse. ¿Cómo retroceder, y después nunca más olvidar
la vergüenza de haber esperado miserablemente detrás de una puerta? Y quizás
hasta no habría peligro. Ellos no tendrían el valor de decirle nada porque ella
pasaría con el andar duro, la boca cerrada, en su ritmo español. Con las
piernas heroicas, continuó la marcha. Cada vez que se aproximaba, ellos también
se aproximaban —entonces todos se aproximaban, la calle quedó cada vez un poco
más corta—. Los zapatos de los dos muchachos mezclaban su ruido con el de sus
propios zapatos, era horrible escuchar. Era insistente escuchar. Los zapatos
eran huecos o la acera era hueca. La piedra del suelo avisaba. Todo era un eco
y ella escuchaba, sin poder impedirlo, el silencio del cerco comunicándose por
las calles del barrio, y veía, sin poder impedirlo, que las puertas habían
permanecido muy cerradas. Hasta la estrellase retiraba ahora. En la nueva
palidez de la oscuridad, la calle quedaba entregada a los tres. Ella caminaba,
escuchaba a los hombres, ya que no podía verlos y ya que necesitaba saberlos.
Ella los oía y se sorprendía con el propio coraje de continuar. Pero no era
coraje. Era un don. Y la gran vocación para un destino. Ella avanzaba,
sufriendo al obedecer. Si consiguiera pensar en otra cosa no oiría los zapatos.
Ni lo que ellos pudieran decir. Ni el silencio con que cruzarían. Con brusca
rigidez los miró. Cuando menos lo esperaba, traicionando el voto de secreto, rápidamente
los miró. ¿Ellos sonreían? No, estaban serios. No debería haberlos visto.
Porque, viéndolos, por un instante ella arriesgaba tornarse individual, y ellos
también. Era de lo que parecía haber sido avisada: mientras ejecutase un mundo
clásico, mientras fuera impersonal, sería hija de los dioses, y asistida por lo
que tiene que ser hecho. Pero, habiendo visto lo que los ojos, al ver,
disminuyen, se había arriesgado a ser ella misma, lo que la tradición no
amparaba. Por un instante vaciló, perdido el rumbo. Pero era demasiado tarde
para retroceder. Sólo no sería muy tarde si corriera. Pero correr sería como
errar todos los pasos, y perder el ritmo que todavía la sostenía, el ritmo que
era su único talismán, el que le fuera entregado a la parte del mundo donde se
habían apagado todos los recuerdos, y como incomprensible reminiscencia había
quedado el ciego talismán, ritmo que era de su destino copiar, ejecutándolo,
para la consumación del mundo. No la suya. Si ella corriera, el orden se
alteraría. Y nunca le sería perdonado lo peor: la prisa. Aun cuando se huye,
corren detrás de uno, son cosas que se saben. Rígida, catequista, sin alterar
por un segundo la lentitud con que avanzaba, ella avanzaba. ¡Ellos van a
mirarme, lo sé! Pero intentaba, por instinto de una vida interior, no
transmitirles susto. Adivinaba lo que el miedo desencadena. Iba a ser rápido,
sin dolor. Sólo por una fracción de segundo se cruzarían, rápido, instantáneo,
por causa de la ventaja a su favor al estar ella en movimiento y venir ellos en
movimiento contrario, lo que haría que el instante se redujera a lo
esencialmente necesario —a la caída del primero de los siete misterios que eran
tan secretos que de ellos apenas quedara una sabiduría: el número siete—. Haced
que ellos no digan nada, haced que ellos sólo piensen, que pensar yo los dejo.
Iba a ser rápido, y un segundo después de la transposición ella diría maravillada,
caminando por otras y otras calles: casi no dolió. Pero lo que siguió no tuvo
explicación. Lo que siguió fueron cuatro manos difíciles, fueron cuatro manos
que no sabían lo que querían, cuatro manos equivocadas de quien no tenía la
vocación, cuatro manos que la tocaron tan inesperadamente que ella hizo la cosa
más acertada que podría haber hecho en el mundo de los movimientos: quedó
paralizada. Ellos, cuyo papel predeterminado era solamente el de pasar junto a
la oscuridad de su miedo, y entonces el primero de los siete misterios caería;
ellos, que tan sólo representarían el horizonte de un solo paso aproximado,
ellos no comprendieron la función que tenían y, con la individualidad de los
que tenían miedo, habían atacado. Fue menos de una fracción de segundo en la
calle tranquila. En una fracción de segundo la tocaron como si a ellos les
correspondieran todos los siete misterios. Que ella conservó, todos, y se tornó
más larva, y siete años más de atraso. Ella no volvió los ojos porque su cara
quedó vuelta serenamente hacia la nada. Pero por la prisa con que la ofendieron
supo que ellos tenían más miedo que ella. Tan asustados estaban que ya no se hallaban
más allí. Corrían. «Tenían miedo de que ella gritara y las puertas de las casas
se abrieran una por una», razonó, ellos no sabían que no se grita. Se quedó de
pie, escuchando con tranquila dulzura los zapatos de ellos en fuga. La acera
era hueca o los zapatos eran huecos o ella misma era hueca. En el hueco de los
zapatos de ellos oía atenta el miedo de los dos. El sonido golpeaba nítido
sobre las baldosas como si golpearan a la puerta sin parar y ella esperase que
desistieran. Tan nítida en la desnudez de la piedra que el zapateado no parecía
distanciarse: estaba allí a sus pies, como un zapateado victorioso. De pie,
ella no tenía por dónde sostenerse sino por los oídos. La sonoridad no la
desalentaba, el alejamiento le era transmitido por una celeridad cada vez más precisa
de los tacones. Los tacones no sonaban más sobre la piedra, sonaban en el aire
como castañuelas cada vez más delicadas.
Después advirtió que hacía mucho que no escuchaba ningún sonido. Y, traído de nuevo por la brisa, el silencio era una calle vacía. Hasta ese momento se había mantenido quieta, de pie en medio de la acera. Entonces, como si hubiese varias etapas de la misma inmovilidad, quedó detenida. Poco después suspiró. Y en nueva etapa se quedó parada. Después movió la cabeza, y entonces quedó más profundamente parada. Después retrocedió lentamente hasta un muro, jorobada, bien lentamente, como si tuviese un brazo fracturado, hasta que se recostó toda en el muro, donde quedó apoyada. Y entonces se mantuvo parada. No moverse es lo que importa, pensó de lejos, no moverse. Después de un tiempo probablemente se habría dicho así: ahora mueve un poco las piernas. Después de lo cual, suspiró y se quedó quieta, mirando. Aún estaba oscuro.
Después amaneció. Lentamente reunió los libros desparramados por el suelo. Más adelante estaba el cuaderno abierto. Cuando se inclinó para recogerlo, vio la letra menuda y destacada que hasta esa mañana era suya. Entonces salió. Sin saber con qué había llenado el tiempo, sino con pasos y pasos, llegó a la escuela con más de dos horas de retraso. Como no había pensado en nada, no sabía que el tiempo había transcurrido. Por la presencia del profesor de latín comprobó con una delicada sorpresa que en la clase ya habían comenzado la tercera hora. —¿Qué te ha pasado? —murmuró la chica del pupitre vecino. —¿Por qué? —Estás pálida. ¿Te pasa algo? —No —y lo dijo tan claramente que muchos compañeros la miraron. Se levantó y dijo en voz bien alta: —Con permiso. Fue hasta el baño. Y allí, ante el gran silencio de los azulejos gritó, aguda, supersónica: ¡Estoy sola en el mundo! ¡Nadie me va a ayudar nunca, nadie me va a amar nunca! ¡Estoy sola en el mundo! (…)
Después advirtió que hacía mucho que no escuchaba ningún sonido. Y, traído de nuevo por la brisa, el silencio era una calle vacía. Hasta ese momento se había mantenido quieta, de pie en medio de la acera. Entonces, como si hubiese varias etapas de la misma inmovilidad, quedó detenida. Poco después suspiró. Y en nueva etapa se quedó parada. Después movió la cabeza, y entonces quedó más profundamente parada. Después retrocedió lentamente hasta un muro, jorobada, bien lentamente, como si tuviese un brazo fracturado, hasta que se recostó toda en el muro, donde quedó apoyada. Y entonces se mantuvo parada. No moverse es lo que importa, pensó de lejos, no moverse. Después de un tiempo probablemente se habría dicho así: ahora mueve un poco las piernas. Después de lo cual, suspiró y se quedó quieta, mirando. Aún estaba oscuro.
Después amaneció. Lentamente reunió los libros desparramados por el suelo. Más adelante estaba el cuaderno abierto. Cuando se inclinó para recogerlo, vio la letra menuda y destacada que hasta esa mañana era suya. Entonces salió. Sin saber con qué había llenado el tiempo, sino con pasos y pasos, llegó a la escuela con más de dos horas de retraso. Como no había pensado en nada, no sabía que el tiempo había transcurrido. Por la presencia del profesor de latín comprobó con una delicada sorpresa que en la clase ya habían comenzado la tercera hora. —¿Qué te ha pasado? —murmuró la chica del pupitre vecino. —¿Por qué? —Estás pálida. ¿Te pasa algo? —No —y lo dijo tan claramente que muchos compañeros la miraron. Se levantó y dijo en voz bien alta: —Con permiso. Fue hasta el baño. Y allí, ante el gran silencio de los azulejos gritó, aguda, supersónica: ¡Estoy sola en el mundo! ¡Nadie me va a ayudar nunca, nadie me va a amar nunca! ¡Estoy sola en el mundo! (…)
Estaba
pálida, los trazos afinados. Las manos humedecían los cabellos, sucias de tinta
todavía del día anterior. «Debo cuidar más de mí», pensó. No sabía cómo. Y en
verdad, cada vez sabía menos cómo.
Volvió
a la banca y se quedó quieta, con su hocico. «Una persona no es nada.» «No»,
retrucó en débil protesta, «no digas eso», pensó con bondad y melancolía. «Una
persona siempre es algo», dijo por gentileza. Pero durante la cena la vida tomó
un sentido inmediato e histórico. —¡Necesito zapatos nuevos! ¡Los míos hacen
mucho ruido, una mujer no puede caminar con tacones de madera, llama mucho la
atención! ¡Nadie me da nada! ¡Nadie me da nada! —y estaba tan frenética y agónica
que nadie tuvo valor para decirle que no los tendría. Solamente dijeron: —Tú
aún no eres una mujer y los tacones son siempre de madera. Hasta que así, ella
dejó de ser mujer, sin saber por qué proceso. (...)
Suscribirse a:
Entradas (Atom)